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Documento BOE-A-2020-16819

Pleno. Sentencia 172/2020, de 19 de noviembre de 2020. Recurso de inconstitucionalidad 2896-2015. Interpuesto por más de cincuenta diputados de los grupos parlamentarios Socialista, La Izquierda Plural, Unión Progreso y Democracia y Mixto del Congreso de los Diputados en relación con diversos preceptos de la Ley Orgánica 4/2015, de 30 de marzo, de protección de la seguridad ciudadana. Dignidad de la persona y principios de seguridad jurídica y de sometimiento de la acción de la administración al control judicial; derechos a la integridad física, intimidad, libertad de expresión e información, reunión, tutela judicial: nulidad parcial del precepto legal que tipifica como infracción grave el uso no autorizado de imágenes o datos personales o profesionales de autoridades o miembros de las fuerzas y cuerpos de seguridad; interpretación conforme con la Constitución de ese mismo ilícito administrativo, así como de los relativos al incumplimiento de restricciones de circulación peatonal o itinerario en actos públicos y a la ocupación de inmuebles contra la voluntad de su titular; interpretación conforme de la disposición que establece un régimen especial de rechazo en frontera para Ceuta y Melilla. Voto particular.

Publicado en:
«BOE» núm. 332, de 22 de diciembre de 2020, páginas 118585 a 118655 (71 págs.)
Sección:
T.C. Sección del Tribunal Constitucional
Departamento:
Tribunal Constitucional
Referencia:
BOE-A-2020-16819

TEXTO ORIGINAL

ECLI:ES:TC:2020:172

El Pleno del Tribunal Constitucional, compuesto por el magistrado don Juan José González Rivas, presidente; la magistrada doña Encarnación Roca Trías; los magistrados don Andrés Ollero Tassara, don Santiago Martínez-Vares García, don Juan Antonio Xiol Ríos, don Pedro José González-Trevijano Sánchez, don Antonio Narváez Rodríguez, don Alfredo Montoya Melgar, don Ricardo Enríquez Sancho, don Cándido Conde-Pumpido Tourón; y la magistrada doña María Luisa Balaguer Callejón, ha pronunciado

EN NOMBRE DEL REY

la siguiente

SENTENCIA

En el recurso de inconstitucionalidad núm. 2896-2015, promovido por noventa y siete diputados y diputadas del Grupo Parlamentario Socialista, once del Grupo Parlamentario La Izquierda Plural [Izquierda Unida (IU), Iniciativa per Catalunya Verds-Esquerra Unida i Alternativa (ICV-EUiA) y Chunta Aragonesista (CHA)], cuatro del Grupo Parlamentario Unión Progreso y Democracia y dos del Grupo Parlamentario Mixto del Congreso de los Diputados, contra los arts. 19.2, 20.2, 36.2 y 23, y 37.1 en relación con los arts. 30.3 y 37.3 y 7, así como la disposición final primera de la Ley Orgánica 4/2015, de 30 de marzo, de protección de la seguridad ciudadana. Han comparecido y formulado alegaciones el Gobierno y el Congreso de los Diputados. Ha sido ponente el magistrado don Juan José González Rivas, presidente del tribunal.

I. Antecedentes

1. Con fecha 21 de mayo de 2015 tuvo entrada en el registro general de este tribunal el recurso de inconstitucionalidad interpuesto por noventa y siete diputados y diputadas del Grupo Parlamentario Socialista, once del Grupo Parlamentario La Izquierda Plural [Izquierda Unida (IU), Iniciativa per Catalunya Verds-Esquerra Unida i Alternativa (ICV-EUiA) y Chunta Aragonesista (CHA)], cuatro del Grupo Parlamentario Unión Progreso y Democracia y dos del Grupo Parlamentario Mixto del Congreso de los Diputados, contra los arts. 19.2, 20.2, 36.2 y 23, y 37.1 en relación con los arts. 30.3 y 37.3 y 7, así como la disposición final primera de la Ley Orgánica 4/2015, de 30 de marzo, de protección de la seguridad ciudadana (en adelante, LOPSC). Los motivos en los que se fundamenta el recurso de inconstitucionalidad son los que, sucintamente, se exponen a continuación:

a) Inconstitucionalidad del art. 20.2 LOPSC por vulneración de los arts. 10.1, 15 y 18.1 CE.

Los recurrentes entienden que la vulneración constitucional denunciada se produce al permitirse el registro corporal externo y superficial –que incluso puede consistir en un desnudo total o parcial–, sin los requisitos y garantías exigidos por la Constitución y plasmados en la doctrina del Tribunal Constitucional. En concreto, concurre la vulneración porque no se exige que el resultado de la diligencia en cuestión se ponga en conocimiento del Ministerio Fiscal ni del juez, bastando con dejar constancia escrita de la misma, de sus causas y de la identidad del agente que la adoptó. Se olvida que los registros previstos en la legislación han de ser proporcionados al fin que se persigue y en ningún caso resultar arbitrarios o inmotivados, pues de otro modo se lesiona el art. 18 CE, en íntima conexión con los arts. 10.1 y 15 CE.

Analizado el conflicto jurídico entre la garantía de la seguridad ciudadana y la intromisión en la intimidad personal del sometido a registro, los registros que se autorizan en la norma impugnada no pueden justificarse en el mantenimiento del orden y la seguridad ciudadana, cuya protección se invoca (se citan las SSTC 57/1994, de 28 de febrero, FJ 6; 218/2002, de 25 de noviembre, FJ 4, y 17/2013, de 31 de enero, FJ 14). Por primera vez en nuestro ordenamiento jurídico y en el ámbito de las relaciones de sujeción general, el precepto impugnado permite, según los recurrentes, el registro corporal sin que se exija la concurrencia de razones de urgencia y necesidad, así como de los requisitos de proporcionalidad y razonabilidad.

b) Inconstitucionalidad de los arts. 36.2 y 37.1 en relación con los arts. 30.3 y 37.3 y 7 LOPSC, por vulneración del art. 21 CE.

El requisito de comunicar previamente a la autoridad competente la celebración de toda reunión en lugares de tránsito público o manifestación, en los términos configurados por el art. 21.2 CE y desarrollados por la Ley Orgánica 9/1983, de 15 de julio, reguladora del derecho de reunión (en adelante, LODR), no puede interpretarse, en ningún caso, como una exigencia que pueda prevalecer sobre la vigencia del derecho de reunión, en cuya ausencia este pueda ser impedido. De acuerdo con la jurisprudencia emanada de este Tribunal Constitucional (STC 193/2011, de 12 de diciembre, FJ 3) y del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (SSTEDH de 5 de marzo de 2009, caso Barraco c. Francia, § 44, y de 14 de octubre de 2014, caso Yilmaz Yildiz y otros c. Turquía, § 41 a 49), los recurrentes argumentan que la Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana constituye una restricción del derecho de reunión consagrado en el art. 21 CE desproporcionada, sin encaje en una sociedad democrática, al tipificar como infracciones comportamientos que, de acuerdo con el criterio del legislador, tendrían entidad suficiente para vulnerar la seguridad ciudadana, sin que se exija que se haya dado ninguna afectación a personas o bienes.

La consideración como infracción leve, en el art. 37.1 LOPSC, de la celebración de reuniones en lugares de tránsito público o de manifestaciones, incumpliendo lo preceptuado en los arts. 4.2, 8, 9, 10 y 11 LODR, atribuyendo la responsabilidad a los organizadores o promotores –responsabilidad ampliada por el art. 30.3 LOPSC–, afecta a la propia esencia del ejercicio del derecho de reunión. Y ello es así, a juicio de los recurrentes, porque podrán ser sancionados quienes simplemente hayan participado en una concentración espontánea o que no haya sido previamente comunicada (como es el caso de meros participantes que, sin haber intervenido en la organización o convocatoria, lleguen a portar banderas, pancartas, signos, coreen consignas o hagan uso de la megafonía).

Esta solución colisiona con la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en cuanto al tratamiento a las manifestaciones pacíficas no comunicadas (SSTEDH de 17 de julio de 2007, caso Bukta y otros c. Hungría, § 36, y de 7 de octubre de 2008, caso Éva Molnár c. Hungría, § 38).

Igualmente, el art. 36.2 LOPSC al sancionar la perturbación grave de la seguridad ciudadana producida con ocasión de manifestaciones frente a las sedes del Congreso de los Diputados, el Senado y las asambleas legislativas de las comunidades autónomas, estén o no reunidas, supone una restricción injustificada del ejercicio del derecho de reunión ex art. 21 CE. En primer lugar, porque el bien jurídico que se pretende tutelar no encuentra justificación. Como ponen de manifiesto los recurrentes, la Constitución señala que las Cortes Generales son inviolables y prohíbe la presentación directa de peticiones por manifestaciones ciudadanas (art. 77 CE), con el objeto de garantizar la independencia e inviolabilidad de la deliberación parlamentaria, lo que solo podrá producirse cuando las Cámaras estuvieran reunidas. Y en segundo lugar, por considerar que la mera ausencia de comunicación previa, pueda generar una «perturbación grave de la seguridad ciudadana». Y ello, sin que la norma impugnada requiera para su aplicación que se hayan dado alteraciones del orden público con peligro para personas o bienes, únicos motivos por los que cabría impedir, conforme al art. 21.2 CE, el ejercicio del derecho de reunión.

El art. 37.3 LOPSC constituye, de acuerdo con la jurisprudencia de este tribunal (SSTC 66/1995, de 8 de mayo, FJ 3, y 193/2011, de 12 diciembre, FJ 4) y del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (STEDH de 21 de junio de 1988, caso Plattform Ärzte für das Leben c. Austria, § 32), una restricción al ejercicio del derecho de reunión injustificada y desproporcionada, pues parece difícil que simples alteraciones menores en el desarrollo de un acto público, reunión o manifestación puedan justificar la obstaculización o impedimento del libre ejercicio del citado derecho fundamental. Para los recurrentes, la interferencia de las autoridades ha de ser la mínima imprescindible para proteger los derechos en conflicto, debiéndose optar siempre, en la medida de lo posible, por permitir, facilitar y lógicamente no sancionar el ejercicio de la libertad de reunión.

Al art. 37.7 LOPSC se le reprocha la vulneración, además del art. 21 CE, del art. 25.1 CE, pues la falta de concreción contradice las exigencias que se derivan del principio de taxatividad. En relación con la ocupación de inmuebles, viviendas o edificios ajenos (primer párrafo), argumentan los recurrentes que no se concreta qué ha de entenderse por «ocupación», si habría de concurrir violencia o intimidación, o bastaría con la simple presencia simultánea de personas en un espacio común, incluso de forma totalmente pacífica; cuestión esta que también vulnera el art. 21 CE. En cuanto a la ocupación de la vía pública (segundo párrafo), no se concreta tampoco a qué ley se refiere el legislador y cuya infracción es susceptible de ser objeto de sanción: no se dice si se trata de la propia Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana, de la Ley reguladora del derecho de reunión o de cualesquiera otras normas de rango legal o inferior. Este modo de sancionar supone introducir en nuestro ordenamiento jurídico un cheque en blanco para restringir el ejercicio constitucionalmente protegido del derecho de reunión (STC 301/2006, de 26 de octubre, FJ 2).

En conclusión, los grupos parlamentarios recurrentes afirman que los preceptos impugnados delimitan el contenido de un derecho fundamental a través de normas sancionadoras. Esta práctica tiene como consecuencia no solo la reducción a la mínima expresión del contenido esencial del derecho constitucional de reunión; también produce efectos disuasorios –chilling effects– en el ejercicio del mismo.

c) Inconstitucionalidad del art. 36.23 y, por conexión, del art. 19.2 LOSPC, por vulneración de los arts. 20.1 d), 2 y 5, y 25.1 CE.

El art. 36.23 LOPSC, al sancionar con carácter general e indiscriminado la obtención, salvo autorización, de imágenes o datos de los agentes de las fuerzas y cuerpos de seguridad, establece una restricción previa y desproporcionada del derecho a la libertad de información consagrado en el art. 20.1 d) CE, lo que constituye el primer motivo de inconstitucionalidad, a juicio de los recurrentes.

Con apoyo en la doctrina constitucional (SSTC 56/2004 y 57/2004, ambas de 19 de abril, FJ 7 en ambos casos), se afirma que la configuración del derecho a la libertad de información, como un elemento posibilitador del Estado democrático, hace que su ejercicio solamente se pueda limitar para proteger otros derechos fundamentales (derecho al honor, la propia imagen o la protección de datos), debiendo someterse el legislador, en todo caso, a los principios de proporcionalidad y ponderación. Los términos en los que se establece el supuesto de hecho, en el precepto recurrido, son tan genéricos e indeterminados que de facto obligarían a tener que solicitar autorización previa para dar cobertura informativa a cualquier hecho en el que puedan intervenir autoridades o miembros de las fuerzas y cuerpos de seguridad.

El derecho fundamental de las autoridades y agentes de las fuerzas y cuerpos de seguridad a la protección de datos no alcanza a justificar controles administrativos preventivos sobre la obtención y uso de ciertos datos (número de placa, unidad, imagen del agente…), pues su conocimiento puede gozar de interés general y relevancia pública en algunos casos, y más si se trata de datos obtenidos en el ejercicio de un cargo público y en un lugar público. Argumentación que los recurrentes fundamentan en la jurisprudencia de este tribunal (SSTC 192/1999, de 25 de octubre, FJ 7, y 72/2007, de 16 de abril, FJ 5) y del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (SSTEDH de 26 de noviembre de 1991, caso Observer y Guardian c. Reino Unido; de 9 de febrero de 1995, caso Vereniging Weekblad Bluf! c. Países Bajos, y de 8 de julio de 1999, caso Sürek c. Turquía), y que les lleva a concluir que la limitación resultante de la Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana es desproporcionada por injustificada.

El segundo motivo de impugnación del art. 36.23 LOPSC es la vulneración del art. 20.2 CE en los términos en que ha sido configurado por la doctrina constitucional (STC 187/1999, de 25 de octubre, FJ 5), por establecer una censura previa: si se quiere informar captando y divulgando, en su caso, imágenes o datos de los agentes actuantes, se debe obtener la autorización previa de la administración.

El tercer motivo de inconstitucionalidad alegado por los recurrentes es que el art. 36.23 en conexión con el art. 19.2 LOPSC, al permitir la posibilidad del secuestro no judicial de material informativo, vulnera el art. 20.5 CE. Con cita de la STC 187/1999, FJ 6, señalan los recurrentes que solo el órgano judicial puede acordar el secuestro de una publicación, o material informativo, y siempre que una ley lo prevea. Así, la ley puede establecer que quien tome imágenes o datos de los agentes con lesión de sus derechos fundamentales o de bienes dignos de protección constitucional podrá ser sancionado tras el pertinente procedimiento en el que se pruebe la existencia de ese daño real y efectivo, pero es inconstitucional establecer una prohibición previa y general, con reserva de autorización administrativa, que sustente además la posibilidad de incautación del material informativo por la administración.

El cuarto y último motivo de impugnación alegado es la vulneración por el art. 36.23 LOPSC del principio de taxatividad del art. 25.1 CE, en conexión con el principio de seguridad jurídica del art. 9.3 CE, según reiterada doctrina constitucional (SSTC 105/1988, de 8 de junio, FJ 2; 69/1989, de 20 de abril, FJ 1; 137/1999, de 22 de julio, FJ 7, y 199/2014, de 15 de diciembre, FJ 3). Argumentan los recurrentes que al ciudadano medio le es imposible saber si captar la imagen o datos de los agentes puede poner en riesgo el éxito de una operación policial, que probablemente desconoce, o la seguridad del agente o de su familia –lo que siempre es un juicio a futuro, un futurible, una posibilidad incierta–, o la de instalaciones protegidas, lo que también es una especulación. Se deja en manos de la administración –en la mayoría de los casos del mismo agente o jefe del operativo policial–, la decisión sobre si concurren o no en el caso las razones y, en consecuencia, la decisión de prohibir y/o sancionar la conducta del individuo que pretende captar la imagen u obtener datos de los agentes.

La inseguridad jurídica afecta, a mayor abundamiento, no solo al tipo de la infracción y por tanto a la falta de previsibilidad del comportamiento de la administración, sino que, al no regularse el procedimiento de obtención de la autorización, se extiende a todos los aspectos relacionados con la misma.

d) Inconstitucionalidad de la disposición final primera de la Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana, por vulneración de los arts. 9.3, 15, 23, 24.1 y 106 CE.

En primer lugar, los recurrentes alegan que la disposición final primera de la Ley Orgánica 4/2015 no guarda conexión alguna con la norma reformada –la Ley Orgánica 4/2000, de 11 de enero, sobre derechos y libertades de los extranjeros en España y su integración social–, lo que representa un fraude del procedimiento parlamentario de debate de los proyectos y proposiciones de ley que vulnera el art. 23.2 CE (SSTC 119/2011, de 5 de julio, y 136/2011, de 13 de septiembre).

En segundo lugar, se afirma que la norma impugnada crea un nuevo régimen de devolución de extranjeros que entran ilegalmente en España que exceptúa lo previsto en el art. 58.3 de la Ley Orgánica 4/2000, de 11 de enero, sobre derechos y libertades de los extranjeros en España y su integración social (en adelante, LOEx), y en el art. 23 del Reglamento de desarrollo, aprobado por el Real Decreto 557/2011, de 20 de abril (en adelante, Reglamento LOEx). Un régimen de devolución para el que, a juicio de los recurrentes, no se regula ningún procedimiento y se excluye la revisión judicial de la decisión adoptada, vulnerando con ello los arts. 9.3, 24.1 y 106 CE.

El régimen especial de rechazo en frontera en Ceuta y Melilla supone una actuación inmediata, ejecutiva, material, que no reúne los requisitos necesarios del genuino acto administrativo conforme al art. 53 de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de régimen jurídico de las administraciones públicas y del procedimiento administrativo común (actual art. 34 de la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del procedimiento administrativo común de las administraciones públicas). Nos encontramos, según los recurrentes, ante un supuesto de «vía de hecho», entendida como la situación producida por una actuación administrativa que se lleva a efecto prescindiendo de manera plena del procedimiento establecido o por órgano manifiestamente incompetente. Se faculta así la ejecución de los citados «rechazos en frontera» sin la determinación de los supuestos que activarán tales situaciones, dejando al libre arbitrio de la administración no solo el modo y los medios de realizar dichas actuaciones, sino su realización misma, habilitando una actuación imprevisible e indeterminada que no tiene encaje en el marco constitucional (art. 9.3 CE; con cita de la STC 46/1990, de 15 de marzo, FJ 4).

La nueva disposición adicional de la Ley Orgánica sobre derechos y libertades de los extranjeros en España conlleva, además, la vulneración de la tutela judicial efectiva y de las garantías procesales reconocidas en el art. 24 CE. Se produce un cercenamiento absoluto y de raíz del derecho a la tutela judicial efectiva en su vertiente de acceso a la Justicia, en la medida en que se pretende habilitar una actuación independiente y autónoma del derecho de todo ser humano a solicitar el auxilio judicial en aquellas decisiones que le afecten y que considere contrarias a la Constitución o a las leyes (STC 236/2007, de 7 de noviembre, FJ 4, en relación con los derechos reconocidos a los extranjeros; doctrina reiterada en STC 17/2013, FJ 2). Igualmente se incurre en la negación de la potestad revisora de los tribunales de justicia otorgada por el art. 106 CE. Además, entienden los recurrentes que, por aplicación del art. 58.7 LOEx, la actuación de la administración lleva aparejada la prohibición de entrada durante tres años en territorio español, por lo que tiene las mismas consecuencias de un procedimiento sancionador, resultando inconstitucional al privar a los extranjeros de los derechos procesales aparejados a los procedimientos de esta naturaleza (STC 17/2013, FJ 12).

Finalizan los recurrentes su escrito subrayando que nos encontramos ante una vía de hecho que no respeta la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos y, en concreto, en lo que atañe a la aplicación del principio de no devolución, que implica además la obligación de los Estados de asegurarse del trato al que se exponen los migrantes que se devuelven a sus países de origen o de procedencia (SSTEDH de 11 de enero de 2007, caso Salah Sheekh c. Países Bajos; de 5 de mayo de 2009, caso Sellem c. Italia; de 3 de diciembre de 2009, caso Daoudi c. Francia; de 23 de febrero de 2012, caso Hirsi Jamaa y otros c. Italia, y de 19 de diciembre de 2013, caso N.K. c. Francia). Además, los efectos perniciosos que se derivan de la disposición impugnada se incrementan y agravan en aquellos supuestos en los que se ven afectados colectivos o grupos de personas especialmente vulnerables. Así, impide el acceso al derecho de asilo previsto en el art. 13.4 CE; y no permite la identificación de menores en edad adolescente y, consiguientemente, la aplicación de las previsiones de la Ley Orgánica sobre derechos y libertades de los extranjeros en España o de la normativa aplicable para su protección, incluidos convenios internacionales que forman parte de nuestro Derecho interno, como la Convención de Naciones Unidas sobre los derechos del niño. Tampoco se contemplan mecanismos para la detección, identificación y protección de las víctimas de trata que accedan a territorio español por puesto no habilitado, sin posibilidad de que sean identificadas y sin permitir que se les ofrezcan las garantías y procedimientos previstos tanto en la normativa internacional como en la legislación española (art. 59 bis LOEx).

Por todo lo expuesto, los recurrentes concluyen que la disposición adicional es contraria a los arts. 15, 24 y 106 CE, al dar cobertura a una simple vía de hecho administrativa consistente en la devolución masiva o colectiva e indiferenciada sin procedimiento administrativo de cualquier extranjero –incluidos menores– interceptado en la frontera de Ceuta o Melilla fuera de los puestos habilitados para la entrada en el territorio español.

2. Por providencia de fecha 9 de junio de 2015, el Pleno del tribunal, a propuesta de la Sección Cuarta, acordó admitir a trámite el presente recurso de inconstitucionalidad; dar traslado de la demanda y documentos presentados, conforme establece el art. 34 LOTC, al Congreso de los Diputados y al Senado, por conducto de sus presidentes, y al Gobierno, a través del ministro de Justicia, al objeto de que, en el plazo de 15 días, pudieran personarse en el proceso y formular las alegaciones que estimaran convenientes. Finalmente, se acordó publicar la incoación del recurso en el «Boletín Oficial del Estado».

3. El abogado del Estado, en representación del presidente del Gobierno, por escrito registrado en este tribunal el 15 de junio de 2015, manifestó que se personaba en nombre del Gobierno y solicitó prórroga por el máximo legal del plazo concedido para formular alegaciones, habida cuenta del número de asuntos que penden ante la abogacía. Por providencia de 16 de junio de 2015, el Pleno acordó dar por personado al abogado del Estado, en la representación que legalmente ostenta, y prorrogarle en ocho días el plazo concedido por providencia de 9 de junio de 2015.

4. Por escrito registrado en este tribunal el 18 de junio de 2015, el presidente del Congreso de los Diputados comunicó que la Mesa de la Cámara había acordado personarse en este procedimiento, a los solos efectos de formular alegaciones en relación con los vicios de procedimiento legislativo que se denuncian en la demanda, en lo que afectan al Congreso de los Diputados, y remitir el recurso a la dirección de estudios, análisis y publicaciones y a la asesoría jurídica de la Secretaría General. A su vez, el presidente del Senado interesó, por escrito registrado con fecha 24 de junio de 2015, que se tuviera por personada a dicha Cámara en este procedimiento y por ofrecida su colaboración a los efectos del art. 88.1 LOTC.

5. El escrito de alegaciones de la letrada de las Cortes Generales, actuando en nombre y representación del Congreso de los Diputados, tuvo su entrada en el registro general del tribunal con fecha 3 de julio de 2015. En él se postula la desestimación del recurso en lo que se refiere exclusivamente a la inconstitucionalidad de la disposición final primera de la LOPSC, por la posible vulneración del art. 23.2 CE, ante la existencia de «un fraude al procedimiento parlamentario de debate de los proyectos y proposiciones de ley». Las alegaciones de la letrada del Congreso de los Diputados se estructuran en los siguientes apartados:

a) Después de exponer los argumentos de los recurrentes, la letrada del Congreso de los Diputados inicia su escrito recordando la doctrina del Tribunal Constitucional en relación con el requisito de la conexión de homogeneidad en el ejercicio del derecho de enmienda. Con cita de las SSTC 119/2011, de 5 de julio, FJ 6, y 59/2015, de 18 de marzo, FFJJ 5 y 6, recuerda la letrada que en el ejercicio del derecho de enmienda debe respetarse una conexión material mínima, para que la enmienda supere el juicio de congruencia. Y añade que ese juicio de congruencia se produce en un momento procedimental concreto, «que es la fase de calificación de las enmiendas por el órgano competente, […] siendo así que, habiéndose admitido a trámite una enmienda sin que […] ningún grupo parlamentario haya cuestionado su congruencia material con el texto enmendado, puede concluirse, […] que "existe una presunción de coherencia u homogeneidad"».

b) A continuación la letrada examina el proceso de tramitación parlamentaria de la enmienda que ha dado lugar a la disposición objeto de impugnación, presentada en tiempo y forma por el Grupo Parlamentario Popular. Considerando la amplitud con la que el derecho de enmienda se viene ejerciendo en el Congreso de los Diputados, la letrada señala que la práctica parlamentaria consolidada en relación con la admisión a trámite de las enmiendas al articulado exige que de forma expresa, bien de oficio, bien a instancia de parte, se plantee la cuestión sobre su posible inadmisibilidad, entendiéndose admitidas en caso contrario.

En el presente caso, la enmienda fue objeto de debate parlamentario y experimentó diversas modificaciones fruto del recurso a los instrumentos que el propio reglamento de la Cámara prevé para acomodar la voluntad política con las exigencias procedimentales, como son las enmiendas transaccionales y las de corrección técnica, y lo mismo ocurrió durante la fase de tramitación en el Senado. Todo ello sin que ningún grupo parlamentario cuestionara la admisión a trámite en general, ni, en concreto, la congruencia material de la enmienda. En definitiva, no puede admitirse, como sostienen los recurrentes, que, en el curso del proceso descrito, se hayan vulnerado las normas del procedimiento legislativo y con ello el ius in officium de los parlamentarios.

c) Finaliza su escrito de alegaciones la letrada del Congreso, analizando, a efectos dialécticos, si, de hecho, la enmienda, atendiendo a su contenido material, era o no congruente con el texto enmendado. El establecimiento de una serie de medidas relativas a la inmigración ilegal guarda relación directa y, en todo caso, la mínima requerida, con la seguridad ciudadana y, en consecuencia, con el título competencial de seguridad pública ex art. 149.1.29 CE que da cobertura a la Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana. Es por ello que se ha de rechazar el argumento relativo al hecho de que las leyes en juego –Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana y Ley Orgánica sobre derechos y libertades de los extranjeros en España– se fundamentan en distintos preceptos constitucionales; afirma la letrada que el argumento basado en el título competencial invocado, nunca se ha esgrimido por el Tribunal Constitucional como posible parámetro para realizar el juicio de congruencia, e incurre en un exceso de formalismo, situado en las antípodas del espíritu de amplitud de margen y flexibilidad.

Una comparación de los fines perseguidos tanto por la Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana (preámbulo y arts. 3 y 4.3) como por la Ley Orgánica sobre derechos y libertades de los extranjeros en España (arts. 4.3 y 5.2), permite concluir que el bien jurídico protegido, esto es, la «protección» y la «tranquilidad de los ciudadanos», está presente en ambas legislaciones. Además, desde el punto de vista de la seguridad ciudadana, se subraya la singularidad que concurre en los casos de Ceuta y Melilla. Es por ello que, a juicio de la letrada del Congreso, no se da esa «absoluta», «manifiesta» o «evidente» falta de conexión de la enmienda con el texto enmendado. Las regulaciones de la seguridad ciudadana y del ejercicio de derechos y libertades, ya sea de nacionales o de extranjeros, están intrínsecamente unidas y se complementan entre sí. La relación entre seguridad-libertad se remonta al viejo dogma del liberalismo que emana del art. 9 de la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano de 1789: sin seguridad no hay libertad y sin libertad no hay una auténtica seguridad. A mayor abundamiento, se destaca el carácter multidisciplinar y heterogéneo de la Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana, lo que hace que afecte al ejercicio de diversos derechos y libertadas –intimidad del domicilio, libertad de circulación o derecho de reunión– que también cuentan con su propia regulación, sin que ello sea un factor impeditivo.

Se rechaza también el argumento de los recurrentes de que solo habría conexión evidente si la modificación introducida regulase una actuación de las fuerzas y cuerpos de seguridad. Según la letrada, la ley impugnada parte de un concepto material de seguridad, no reducido a las actuaciones policiales, aunque estas puedan ser las más relevantes, sino inclusivo de actuaciones y procedimientos administrativos, como el que se regula en la nueva disposición adicional décima de la Ley Orgánica sobre derechos y libertades de los extranjeros en España. La seguridad ciudadana es un problema complejo, al que no se le pueden dar respuestas únicamente policiales.

En definitiva, se considera congruente que en una ley sobre seguridad ciudadana se pueda incluir una regulación de un aspecto del régimen normativo de los extranjeros –la entrada ilegal en España a través de Ceuta o Melilla–, pues afecta claramente a la protección de la seguridad ciudadana pública por la singularidad de dichos territorios a los efectos del control de las fronteras del Estado.

6. Mediante escrito registrado con fecha 15 de julio de 2015, el abogado del Estado formula sus alegaciones interesando la desestimación del recurso por los motivos que sucintamente se exponen a continuación:

a) Sobre la inconstitucionalidad del art. 20.2 LOPSC por vulneración de los arts. 10.1, 15 y 18.1 CE.

El abogado del Estado, tras exponer las principales características de la LOPSC y los motivos del recurso, inicia su escrito de alegaciones con el análisis de la impugnación del art. 20.2 LOPSC. Recuerda que los registros corporales externos han sido utilizados como medio efectivo de prevención de la delincuencia en numerosas ocasiones y han dado lugar a múltiples pronunciamientos judiciales. Es por ello que era necesario abordar su regulación legal con el objetivo de dotar de mayor protección a los derechos de los ciudadanos que pudieran verse limitados en la práctica de dichos registros.

Argumenta el abogado del Estado que, para poder comprender y saber si el legislador ha cumplido el principio de proporcionalidad establecido en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional (STC 55/1996, de 28 de marzo, FFJJ 3 y 5), es necesario considerar la regulación completa de la figura de los registros corporales externos, cohonestando todos los apartados del art. 20 LOPSC –relativos a cómo son, cuál es su fundamentación y la forma de practicarlos–, y no aisladamente a una parte de esa regulación, como hacen los recurrentes.

A mayor abundamiento, destaca que la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos contempla la legalidad de los cacheos o desnudos integrales cuando son necesarios para garantizar la seguridad de un establecimiento, evitando revueltas o la comisión de delitos (ocultación de objetos o sustancias prohibidas); siendo luego el tribunal, atendiendo a las circunstancias de cada caso, el que analiza si las sospechas eran concretas y serias, y si la forma en que se practican los cacheos son conformes con los derechos recogidos en la Convención y responden al principio de injerencia mínima (SSTEDH de 20 de enero de 2011, caso El Shennawy c. Francia, y de 31 de julio de 2014, caso Jaeger c. Estonia). Todo ello le permite concluir que la regulación de los registros corporales, ex art. 20 LOPSC, cumple con el principio de proporcionalidad constitucional en su triple vertiente, ya que se establece su necesidad (protección de la seguridad ciudadana), su fundamento y motivación (lo que evita que sean arbitrarios e inmotivados) y la forma de practicarlos, en la que se resguardan al máximo los principios de no injerencia, no discriminación y protección de los derechos fundamentales afectados, en concreto el derecho a la intimidad personal y a la dignidad de la persona.

Entrando ya en el análisis del apartado objeto de impugnación, el abogado del Estado formula dos reproches a la argumentación de los recurrentes: primero, no haber justificado que, para la protección de los derechos que dicen vulnerados, sea necesario que los registros corporales con desnudo parcial deban comunicarse a la autoridad judicial o al Ministerio Fiscal. Segundo, con apoyo en la doctrina de este tribunal (STC 134/2006, de 27 de abril, FJ 2), no se puede impugnar una norma basándose en el uso indebido de la misma para supuestos que no están previstos en ella, como ocurre en este caso, en que la norma no está prevista para los desnudos totales. Y reitera, una vez más, la necesidad de interpretar la previsión del apartado 2 del art. 20 LOPSC en conexión con los demás requisitos establecidos en el resto de apartados.

Finaliza sus alegaciones el abogado del Estado examinando la doctrina del Tribunal Constitucional (SSTC 218/2002, de 25 de noviembre, y 17/2013, de 31 de enero) y la jurisprudencia del Tribunal Supremo citada por los recurrentes, concluyendo en la plena constitucionalidad y legalidad de los registros corporales con desnudo parcial regulados en el art. 20.2 LOPSC.

b) Sobre la inconstitucionalidad de los arts. 36.2 y 37.1 en relación con los arts. 30.3 y 37.3 y 7 LOPSC, por vulneración del art. 21 CE.

(i) Frente al argumento de los recurrentes de vulneración del derecho de reunión por el art. 36.2 LOPSC, el abogado del Estado sostiene que el precepto pretende sancionar los actos de amenaza o peligro físico de ocupación ilícita de los edificios que albergan a las asambleas legislativas como conducta reprochable en sí misma, con independencia de que conlleve o no la realización de peticiones directas (art. 77.1 CE). El bien jurídico protegido es la protección de estos edificios, en cuanto estructuras fundamentales que albergan las sedes del Poder Legislativo, así como la eventual afectación a la actividad que en ellos se desarrolla; descartándose, por ello, la inconstitucionalidad, por su supuesta indefinición, de la expresión «perturbación grave de la seguridad ciudadana».

Por una parte, aun sin que se llegue a consumar la invasión u ocupación, o la efectiva causación de daños materiales a los edificios o instalaciones, la amenaza o el peligro en sí mismo es algo que legítimamente cabe tratar de prevenir, como situación a evitar, cuya reprehensibilidad, desde una perspectiva jurídico-constitucional, cree el abogado del Estado que no puede ser objetada. La especial significación institucional que ostentan las sedes de las Cortes Generales y de las asambleas legislativas de las comunidades autónomas, es lo que ha llevado al legislador estatal a tipificar la infracción específica, sin perjuicio de la potestad de las autoridades para disolver las manifestaciones cuando concurren alteraciones del orden público con peligro para las personas o bienes.

Por otra parte, el representante del Gobierno señala que la conducta constitutiva de infracción no es la mera reunión o manifestación en un determinado lugar físico, sino que con ellas se perturbe, y de forma grave, la seguridad ciudadana precisamente de las Cámaras legislativas, pudiendo, además, verse afectado el normal funcionamiento de unos órganos constitucionales del Estado cuyos miembros ostentan la representación de la soberanía nacional o de los ciudadanos de la respectiva comunidad autónoma. El legislador, ejerciendo una opción de política legislativa, ha entendido que entre la impunidad y el delito contra las instituciones del Estado tipificado en el art. 495 del Código penal (CP), debía caber una infracción administrativa que cualificara ciertos desórdenes públicos ante las cámaras legislativas –no ante cualquier institución precisamente–, susceptibles, en ocasiones –cuando están reunidos los plenos o las comisiones parlamentarias, ponencias, comisiones de investigación…–, de dificultar o perturbar el ejercicio de sus funciones, sin llegar a impedirlo o a representar un intento de invasión de las sedes.

(ii) En relación con la impugnación de los arts. 37.1 y 30.3 LOPSC, el abogado del Estado inicia su exposición recordando la doctrina constitucional sobre el derecho de reunión del art. 21 CE, sus límites y los condicionantes para su establecimiento (SSTC 2/1982, de 29 de enero, FJ 5; 36/1982, de 16 de junio, FJ 6; 59/1990, de 29 de marzo, FFJJ 5 y 7; 66/1995, de 8 de mayo, FJ 2, y 42/2000, de 14 de febrero, FJ 2); así como la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos citada por los recurrentes en su demanda.

A continuación, subraya que lo que se sanciona en los preceptos impugnados no es el ejercicio del derecho fundamental de reunión, sino el incumplimiento del deber de comunicación –efectuar una concentración o llevar a cabo una manifestación sin comunicarlo previamente–, o bien la participación en una manifestación o concentración o reunión pública, en lugares de tránsito público, como dice el art. 21 CE, sin previa comunicación. Esta ausencia del deber constitucional de comunicación hurta a la autoridad pública el legítimo conocimiento acerca de lo que incluso hubiera sido, tal vez, susceptible de resultar justamente prohibido, habida cuenta de las circunstancias objetivas, en los casos en los que la Constitución permite que la autoridad competente pueda prohibir el ejercicio del derecho de reunión para salvaguardar otros derechos, bienes o valores también protegidos constitucionalmente.

Es, por tanto, el incumplimiento de un requisito exigido por la norma con claridad y precisión –requisito de orden constitucional–, lo que legitima a la autoridad para adoptar, dentro del principio general de proporcionalidad que rige el derecho sancionador, las medidas amparadas por la ley (art. 25 CE) que considere necesarias, bien para mantener el orden público de manera preventiva, bien para sancionar con posterioridad la conducta incumplidora de la norma. La extralimitación del ejercicio del derecho –llevar a cabo una concentración o manifestación en lugar de tránsito público sin comunicación previa– sitúa al participante al margen del derecho fundamental de reunión (STC 42/2000, FJ 2).

Por último, y a mayor abundamiento, añade que el art. 37.1 LOPSC sigue una línea continuista, al tipificar como infracción una conducta que ya lo estaba, si bien ahora se hace con carácter leve y no grave. E, igualmente, destaca la mayor precisión jurídica del artículo 30.3 LOPSC al hablar de «directores» en lugar de «inspiradores» de tales reuniones o manifestaciones no comunicadas.

(iii) En conexión con el deber de comunicación previa, realiza el abogado del Estado el análisis del art. 37.3 LOPSC. A su juicio, se incurre también en una defraudación del legítimo control que a la autoridad pública le otorga el art. 21 CE, cuando la reunión o manifestación previamente comunicada y no prohibida, se realiza sin adecuarse a las legítimas condiciones de celebración en un lugar de tránsito público. Una vez constatado el incumplimiento de las restricciones de circulación o itinerario establecidas para el ejercicio del derecho de reunión, la administración queda legítimamente apoderada para imponer la sanción; sanción cuya proporcionalidad y razonabilidad se refuerza, a juicio del abogado del Estado, al exigir que se «provoquen alteraciones menores en el normal desarrollo de los mismos».

Las limitaciones legalmente previstas afectan a todos, tanto a los participantes en la reunión o manifestación –la hayan convocado o promovido, o no–, como a quienes no participando en aquella ignoran dichas limitaciones. Esta última afectación resulta coherente, según el abogado del Estado, con la naturaleza del derecho fundamental de reunión y opera como una protección de su ejercicio, al sancionar un comportamiento que puede producir una perturbación del mismo.

(iv) El abogado del Estado comienza rechazando el carácter indeterminado del término «ocupación» que define la infracción prevista en el art. 37.7 LOPSC. Argumenta el representante del Gobierno que es inobjetable que la anómala situación de ocupación física contra la voluntad del propietario o titular del derecho patrimonial sobre el mismo deba o, al menos, pueda ser tipificada como infracción y sancionada proporcionalmente. La efectiva protección del derecho fundamental de reunión, para que resulte reconocible suficientemente y jurídicamente salvaguardado en el seno de un ordenamiento democrático, no precisa de la conculcación del derecho de propiedad, también amparado constitucionalmente (art. 33 CE). La tipificación por la ley como infracción del hecho de esa ocupación no consentida es una alternativa legítima de regulación general del derecho de reunión, de su despliegue y funcionalidad.

Tampoco comparte el abogado del Estado el reproche formulado por los recurrentes de la falta de claridad del precepto al definir la ocupación de la vía pública. El ilícito se configura y caracteriza por el hecho de la ausencia de autorización o de inclusión de la vía pública ocupada en el itinerario o espacio público objeto de comunicación previa, en cuyo caso basta, para incurrir en el ilícito administrativo, la ocupación de la vía pública, aun sin resistencia física, elemento este que no exige el precepto, como requisito necesario, para la configuración legal de la infracción. En todo caso, la utilización de medios violentos conllevaría una agravación de la antijuridicidad de la conducta. En conclusión, el art. 37.7 LOPSC está contemplando el hecho consistente en una concentración o manifestación no amparada por la Constitución, bien por falta de comunicación previa con arreglo al art. 21.1 CE, bien por extralimitación de los términos comunicados.

Finaliza sus alegaciones el abogado del Estado subrayando que el condicionamiento de la existencia de la infracción administrativa a que las conductas «no sean constitutivas de delito», no puede entenderse como una indeterminación o falta de claridad, sino como una manifestación del principio non bis in idem. Por otro lado, en relación con «la ocupación de la vía pública para la venta ambulante no autorizada», entiende que los recurrentes no ofrecen argumento alguno, por lo que no satisfacen la carga de ofrecer al Tribunal Constitucional cuáles serían las razones de la pretendida inconstitucionalidad del inciso final del art. 37.7 LOPSC.

c) Sobre la inconstitucionalidad del art. 36.23 y del art. 19.2 LOSPC, por vulneración de los arts. 20.1 d), 2 y 5, y 25.1 CE.

El abogado del Estado inicia su escrito de alegaciones exponiendo el contenido de los preceptos impugnados, los motivos de impugnación y la evolución en su redacción, a los efectos de resaltar que los recurrentes parten de un error interpretativo de base: el precepto no tipifica la «captación» de datos, imágenes..., que es libre, sino su «uso» y solo cuando se den determinados condicionantes –peligro para la seguridad de los agentes y sus familias, etc.–, no se haya obtenido la autorización expresa o tácita de la persona en concreto y no esté amparado por el derecho de información –esto es, no exista un interés público prevalente–.

La recta interpretación del precepto es, según el abogado del Estado, la contraria a la que postulan los recurrentes: en un supuesto conflicto entre una difusión no autorizada que pueda o haya podido causar una situación de peligro para la seguridad de un agente y el derecho de información (art. 20 CE), prima este último. Derecho de información que, como recuerda la representación procesal del Gobierno, tiene su límite en el respeto a otros derechos reconocidos constitucionalmente: esto es, siempre habrá que hacer una valoración basada en la concurrencia del interés público en la información y el interés privado, articulando su evaluación conforme a los principios de proporcionalidad y ponderación. Y esta valoración y ponderación realizada de forma continuada y habitual por los periodistas en el ejercicio de su labor, también la ha de realizar todo ciudadano, pues en la actualidad la difusión de información no está limitada a los profesionales, sino que la tecnología ofrece a la ciudadanía múltiples vehículos para recibir y divulgar información (redes sociales). Como contrapunto a la libertad de informar, está la responsabilidad del que divulga la información.

Añade el abogado del Estado que la autorización expresa o tácita del agente titular de los datos o cuya imagen se difunde actúa, en la práctica, como un elemento que exonera de la responsabilidad administrativa. Niega que exista censura previa, ya que la acreditación del tipo infractor exige la previa tramitación de un procedimiento sancionador y este será siempre a posteriori de los hechos.

Del mismo modo, el abogado del Estado rechaza que estemos ante una regulación del «secuestro administrativo» por la concurrencia de los arts. 19.2 y 36.23 LOPSC. Además de resaltar el diferente encuadramiento de los preceptos en cuestión, afirma que los recurrentes realizan una interpretación claramente excesiva de las facultades que el art. 19.2 concede a los miembros de las fuerzas y cuerpos de seguridad. Finaliza su escrito de alegaciones recordando que el tipo infractor no sanciona la captación de imágenes y datos, sino el uso de estos cuando concurran una serie de circunstancias, siempre de valoración a posteriori en el seno de un procedimiento administrativo sancionador.

d) Sobre la inconstitucionalidad de la disposición final primera de la Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana, por vulneración de los arts. 9.3, 15, 23, 24.1 y 106 CE.

(i) En relación con la vulneración del art. 23 CE, que los recurrentes derivan del procedimiento seguido para la introducción de la disposición final primera y de su propio contenido, el abogado del Estado, a la luz de la doctrina fijada en la STC 59/2015, de 18 de marzo, rechaza dicha impugnación con base en un doble argumento.

En primer término, entiende que la enmienda introducida durante la tramitación parlamentaria cumple con el principio de homogeneidad mínima exigido por el Tribunal Constitucional. Si bien la disposición recurrida aborda una materia vinculada de forma más estrecha al ámbito de la extranjería, las conexiones con la Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana existen y son apreciables. Así, uno de los motivos para la inclusión de esta disposición es el aumento, durante los últimos años, de la presión migratoria que afrontan las ciudades de Ceuta y Melilla, que se traduce en la proliferación de asaltos masivos y violentos a los perímetros fronterizos, de los que se derivan problemas de seguridad pública e, incluso, de seguridad nacional o salud pública. Además, la inclusión de un régimen especial para las actuaciones de vigilancia fronteriza en Ceuta y Melilla está directamente vinculada con las funciones –de vigilancia y control fronterizos– que tienen atribuidas las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado. Y sobre la desconexión del precepto por tener un fundamento constitucional diferente, el representante procesal del Gobierno recuerda la doctrina del tribunal sobre el título prevalente (SSTC 71/1982, de 30 de noviembre; 153/1989, de 5 de octubre, y 203/1993, de 17 de junio), para afirmar que la disposición precisa con el máximo rigor los preceptos que se dictan al amparo de cada competencias estatal.

En segundo término, considera el abogado del Estado que concurren sobradamente las exigencias de la STC 59/2015, de 18 de marzo, para afirmar que se ha respetado tanto el procedimiento legislativo como el art. 23 CE. Se subraya que no consta que, durante el proceso de tramitación, ningún diputado, senador o grupo parlamentario suscitase la cuestión de que la enmienda carecía de congruencia material, y tampoco consta que la introducción de aquella haya suscitado el rechazo de la presidencia o mesa del Congreso o del Senado. En este caso, concluye el abogado del Estado, la enmienda se presenta en el Congreso de los Diputados, guarda una relación evidente con la Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana y, además, es no solo calificada, sino aprobada por la ponencia y por la comisión de interior del Congreso, con el consiguiente debate.

(ii) El abogado del Estado aborda, a continuación, la supuesta vulneración de la figura del rechazo en frontera de los arts. 9.3, 24.1, 105 c) y 106 CE, por ausencia total de procedimiento alguno. Excluye de su examen la vulneración del art. 15 CE ante la falta de fundamentación por parte de los recurrentes.

Se expone, en primer lugar, el sentido de la disposición recurrida, ya que a través de la nueva figura –rechazo fronterizo– se cubre un vacío normativo respecto de una actuación puramente material que se desarrolla en el marco del ejercicio de las labores de vigilancia fronteriza encomendadas al Estado español. Y se hace a los efectos de introducir mayores elementos de seguridad jurídica en las legítimas actuaciones de vigilancia desarrolladas en ese singular ámbito territorial, al amparo de las previsiones y obligaciones contenidas tanto en la normativa comunitaria –art. 12 del Código de fronteras Schengen– como en la nacional –art. 12.1 B) d) de la Ley Orgánica 2/1986, de 13 de marzo, de fuerzas y cuerpos de seguridad (en adelante, LOFCS)–.

Frente al reproche de vulneración del art. 9.3 CE –en concreto, de los principios de legalidad e interdicción de la arbitrariedad–, el abogado del Estado afirma que el carácter especial del nuevo régimen reside en que, a diferencia de los procedimientos hasta ahora previstos –devolución y expulsión–, actúa en una fase previa en la que los extranjeros intentan rebasar los obstáculos que impiden acceder a España. La aplicación del rechazo fronterizo previsto en Ceuta y Melilla se contempla para supuestos diferentes a los de la devolución, ya que la potestad de rechazo que se atribuye a las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado se hace a fin de evitar la materialización de la entrada ilegal en territorio español, mientras ese intento, no culminado, se está produciendo. Se trataría de una actuación coactiva, en el ejercicio de una potestad legítima, destinada a garantizar que la legalidad no se vulnere. Y respecto a la alegada ausencia de un procedimiento ad hoc, recuerda el abogado del Estado que existen actuaciones materiales de la administración que se manifiestan sin una formalización, sin que por ello dejen de ser jurídicamente legítimas; se trata de actuaciones de ejecución material de una potestad administrativa.

En definitiva, la disposición impugnada regula una actuación material de vigilancia fronteriza que no está exenta de límites; además de los que figuran expresamente en el precepto –respeto a la normativa internacional de derechos humanos y a los cauces para obtener asilo o protección internacional–, también los que se derivan de los principios de congruencia, oportunidad y proporcionalidad exigidos a todas las actuaciones de los cuerpos policiales –art. 5.2 c) LOFCS–. El precepto, concluye el abogado del Estado, supera el test de proporcionalidad demandado tanto por la jurisprudencia del Tribunal Constitucional (STC 55/1996, FJ 5), como del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, al tratarse de una medida que no puede ser calificada de arbitraria, pues sirve para conseguir el objetivo propuesto, es necesaria y proporcionada.

La vulneración de los arts. 24.1, 105 c) y 106 CE es igualmente rechazada por el representante procesal del Gobierno. A diferencia de todos los casos contemplados en la demanda, las personas destinatarias de la norma, además de extranjeros, son personas que no han entrado en España, ni de iure, ni de facto. Es por ello que, más allá del respeto a su dignidad personal, que la ley ni nadie puede desconocer, estas personas no disponen de los derechos fundamentales reconocidos a los extranjeros que sí están en España (art. 13.1 CE). Conforme a la doctrina establecida en la STC 72/2005, de 4 de abril, en relación con el art. 19 CE, a quienes no se encuentren en territorio español, sino intentando acceder ilegalmente a él, no les son aplicables las garantías constitucionales y legales, en relación con la necesaria tramitación de un procedimiento, con audiencia y resolución motivada, y la revisión de esta decisión por la jurisdicción (art. 24.1 CE); ello, sin perjuicio de que la actuación de las fuerzas y cuerpos de seguridad en la ejecución del rechazo en frontera puede ser objeto de control jurisdiccional, ex art. 106 CE, tanto en la vía administrativa, como en la penal, como sucede notoriamente en Ceuta y Melilla. No obstante, nada impide a la persona que se encuentre en una situación que la haga acreedora de asilo o protección subsidiaria presentar su correspondiente solicitud, no solo en Marruecos, sino también en las oficinas específicas de atención a solicitantes de protección internacional habilitadas en los puestos fronterizos de Ceuta y Melilla.

Por último, frente a la afirmación de los recurrentes de que la medida recurrida llevaría aparejada «la prohibición de entrada durante tres años», el abogado del Estado señala que no cabe extender a las actuaciones de rechazo fronterizo una medida restrictiva no prevista expresamente, más aún cuando, como es el caso de la prohibición de entrada, tiene estas consecuencias restrictivas para las personas.

7. Por Providencia de 17 de noviembre de 2020, se señaló para la deliberación y votación de la presente sentencia el día 19 del mismo mes y año.

II. Fundamentos jurídicos

1. Objeto del recurso de inconstitucionalidad.

El presente proceso constitucional tiene por objeto resolver el recurso de inconstitucionalidad interpuesto por noventa y siete diputados y diputadas del Grupo Parlamentario Socialista, once del Grupo Parlamentario La Izquierda Plural [Izquierda Unida (IU), Iniciativa per Catalunya Verds-Esquerra Unida i Alternativa (ICV-EUiA) y Chunta Aragonesista (CHA)], cuatro del Grupo Parlamentario Unión Progreso y Democracia y dos del Grupo Parlamentario Mixto del Congreso de los Diputados, contra los arts. 19.2, 20.2, 36.2 y 23 y 37.1 en relación con los arts. 30.3 y 37.3 y 7, así como la disposición final primera de la Ley Orgánica 4/2015, de 30 de marzo, de protección de la seguridad ciudadana (en adelante, LOPSC), por vulneración de los arts. 9.3, 10.1, 15, 18.1, 20.1 d), 2 y 5, 21, 23, 24.1, 25.1 y 106, todos ellos de la Constitución.

El abogado del Estado, en representación del Gobierno de la Nación, interesa de este tribunal la desestimación íntegra del recurso de inconstitucionalidad, por los motivos sucintamente recogidos en los antecedentes. Del mismo modo y por las razones expuestas en los citados antecedentes, la letrada que actúa en representación del Congreso de los Diputados, solicita la desestimación del recurso en lo que se refiere a la inconstitucionalidad de la disposición final primera de la Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana por vulneración del art. 23.2 CE.

El objeto del presente recurso se circunscribe al enjuiciamiento de los motivos de inconstitucionalidad alegados en relación con los citados preceptos de la Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana. Esta ley ha sido objeto de reforma por el Real Decreto-ley 14/2019, de 31 de octubre, por el que se adoptan medidas urgentes por razones de seguridad pública en materia de administración digital, contratación del sector público y telecomunicaciones; se trata de una reforma puntual, limitada a dar una nueva redacción al apartado 1 del art. 8 –relativo al documento nacional de identidad–, por lo que carece de relevancia a los efectos de este proceso constitucional.

2. Orden de análisis de los motivos de impugnación.

Las cuestiones planteadas, atendiendo al motivo de impugnación aducido por los recurrentes, serán objeto de examen por el siguiente orden: se enjuiciarán, en primer término, las quejas suscitadas en relación con los «registros corporales externos» del art. 20.2, regulados en el marco de las potestades generales de la policía de seguridad, de la sección primera, capítulo III de la Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana, desde la perspectiva del derecho a la intimidad personal del art. 18.1 CE, en conexión con el derecho a la dignidad de la persona (art. 10) y el derecho a la integridad física y moral (art. 15 CE). A continuación, se examinarán las tachas de inconstitucionalidad formuladas contra varios preceptos integrados en el régimen sancionador de la sección segunda, capítulo V de la Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana.

Nuestro análisis se articulará en dos apartados, atendiendo a las quejas sustantivas formuladas por los recurrentes en relación con (i) los arts. 36.2 y 37.1, en conexión con los arts. 30.3 y 37.3 y 7 LOPSC, desde la perspectiva del derecho de reunión (art. 21 CE); y (ii) con el art. 36.23, en conexión con el art. 19.2 LOPSC, atendiendo al derecho fundamental de libertad de información [art. 20.1 d) CE]. Por último, se analizarán los motivos de inconstitucionalidad que se imputan al régimen especial de Ceuta y Melilla de la disposición final primera de la Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana, por la que se introduce una disposición adicional décima en la Ley Orgánica 4/2000, de 11 de enero, sobre derechos y libertades de los extranjeros en España y su integración social. En primer lugar, los motivos de procedimiento vulneradores, al entender de los recurrentes, del art. 23.2 CE, por falta de conexión alguna con la norma reformada. Y en segundo lugar, los motivos de carácter sustantivo derivados del establecimiento de un régimen especial de rechazo en frontera que pudiera colisionar con los arts. 9.3, 24 y 106 CE.

3. Consideraciones previas sobre el objeto de la ley impugnada: seguridad pública y seguridad ciudadana.

Antes de comenzar el enjuiciamiento que se nos demanda, resulta preciso hacer unas consideraciones en torno al objeto de la Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana, esto es, sobre la noción de seguridad ciudadana como bien jurídico de carácter colectivo –su alcance y límites–, cuya tutela es función del Estado, con sujeción a la Constitución y a las leyes (art. 1.1).

a) La trascendencia que tiene la seguridad, garantizada por el Estado para el conjunto de la ciudadanía, en el desenvolvimiento de una sociedad democrática es incuestionable; y así lo subraya la propia Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana al declarar –en su preámbulo– que «libertad y seguridad constituyen un binomio clave para el buen funcionamiento de una sociedad democrática avanzada, siendo la seguridad un instrumento al servicio de la garantía de derechos y libertades y no un fin en sí mismo». El propio texto constitucional ha dotado de relevancia al concepto, al utilizar la noción de «seguridad ciudadana» en el art. 104.1 CE, al definir la misión de las fuerzas y cuerpos de seguridad –protección del libre ejercicio de los derechos y libertades y garantizar la seguridad ciudadana–, y la de «seguridad pública» en el art. 149.1.29 CE, al atribuir al Estado la competencia exclusiva en esta materia, sin perjuicio de la posibilidad de creación de policías autonómicas.

La Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana afirma que la seguridad ciudadana se erige en «un requisito indispensable para el pleno ejercicio de los derechos fundamentales y las libertades públicas» (art. 1.1), y la configura como el conjunto de actuaciones dirigidas a «la protección de personas y bienes y el mantenimiento de la tranquilidad de los ciudadanos» (art. 1.2). Se ofrece por el legislador una concepción de seguridad ciudadana que viene a coincidir, en lo sustancial, con la que este tribunal ha elaborado para configurar la seguridad pública como concepto material delimitador de competencias. Ello es así porque para el legislador estatal los conceptos de seguridad ciudadana y seguridad pública parecen ser sinónimos, con apoyo en las consideraciones derivadas de «la doctrina y la jurisprudencia».

Este planteamiento hace preciso que, con carácter previo, se delimite la noción de seguridad ciudadana frente a la de seguridad pública, a los solos efectos de facilitar el posterior examen de las medidas de actuación previstas en la Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana; esto es, si tales medidas tienen su encaje o no en la finalidad tuitiva del bien jurídico llamado «seguridad ciudadana». Conocer el bien jurídico protegido por un precepto requiere, además de deducir qué pretendía el legislador, examinar también la finalidad de la ley en la que se inserta y su contenido. Hay que tener presente que la seguridad ciudadana figura reiteradamente en muchos de los tipos infractores como requisito de comisión, ya sea de forma genérica –su alteración o perturbación–, ya circunscribiéndola a poner en peligro la vida o la integridad de personas o bienes. A ello se suma el hecho de que la idea de seguridad ciudadana –«y los conceptos afines a la misma», en términos del legislador– debe ser interpretada, como se afirma en el preámbulo de la Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana, «huyendo de definiciones genéricas que justifiquen una intervención expansiva sobre los ciudadanos en virtud de peligros indefinidos, y evitando una discrecionalidad administrativa y una potestad sancionadora genérica».

b) Desde nuestras primeras sentencias y a los efectos de delimitar el ámbito material de la competencia reservada al Estado por el art. 149.1.29 CE, hemos ido perfilando la noción de seguridad pública. En un primer momento para establecer su ámbito, más preciso o estricto que el de la noción tradicional de «orden público», y centrar la seguridad pública en la actividad dirigida «a la protección de personas y bienes (seguridad en sentido estricto) y al mantenimiento de la tranquilidad u orden ciudadano, que son finalidades inseparables y mutuamente condicionadas» (STC 33/1982, de 8 de junio, FJ 3; seguida en las SSTC 117/1984, de 5 de diciembre, FJ 4, y 123/1984, de 18 de diciembre, FJ 3), y que comprende «un conjunto plural y diversificado de actuaciones, distintas por su naturaleza y contenido, aunque orientadas a una misma finalidad tuitiva del bien jurídico así definido» (STC 104/1989, de 8 de junio, FJ 3).

Negativamente, «no toda seguridad de personas y bienes, ni toda normativa encaminada a conseguir [la seguridad pública] o a preservar su mantenimiento, puede englobarse en el título competencial de "seguridad pública", pues si así fuera, la práctica totalidad de las normas del ordenamiento serían normas de seguridad pública, y por ende competencia del Estado» (STC 59/1985, de 6 de mayo, FJ 2 in fine; doctrina reiterada luego en las SSTC 313/1994, de 24 de noviembre, FJ 6; 40/1998, de 19 de febrero, FJ 49, o 148/2000, de 1 de junio, FJ 5, entre otras). Así, hemos ido perfilando las relaciones de la seguridad pública con las competencias estatales sobre bases de la sanidad (SSTC 33/1982, de 8 de junio, FJ 3; 15/1989, de 26 de enero, FJ 3; 54/1990, de 20 de marzo, FJ 3, o 313/1994, de 24 de noviembre, FJ 6); o con las competencias autonómicas en materia de protección civil [SSTC 133/1990, de 19 de julio, FJ 4 c); 31/2010, de 28 de junio, FJ 78; 155/2013, de 10 de septiembre, FJ 4, o 58/2017, de 11 de mayo, FFJJ 3 c) y 8], de medio ambiente (SSTC 49/2013, de 28 de febrero, FJ 12, y 45/2015, de 15 de marzo, FJ 6), de ejecución de legislación penitenciaria (STC 108/1998, de 8 de junio, FJ 5), o de «espectáculos públicos» (STC 148/2000, de 1 de junio, FJ 10) por citar algunas materias.

Hemos encuadrado en la materia seguridad pública «todas aquellas medidas o cautelas que, dirigiéndose a la protección de personas y bienes, tengan como finalidad aún más específica evitar graves riesgos potenciales de alteración del orden ciudadano y de la tranquilidad pública» (STC 148/2000, FJ 10). Así, hemos incluido la «seguridad nacional» (STC 184/2016, de 3 de noviembre, FJ 3); la «ciberseguridad» (STC 142/2018, de 20 de diciembre, FJ 4); los «sistemas de videovigilancia» (STC 31/2010, FJ 109); medidas dirigidas a la prevención de las actuaciones potencialmente más peligrosas en materia de espectáculos públicos (STC 148/2000, FJ 6); o algunas de las actuaciones típicas de la policía administrativa –sometimiento a licencia del ejercicio de determinadas actividades– [STC 235/2001, de 13 de diciembre, FJ 9 a)].

Reiteradamente hemos afirmado que la actividad policial propiamente dicha –esto es, la desempeñada por los cuerpos de seguridad a que se refiere el art. 104 CE–, así como las funciones administrativas complementarias e inseparables de aquellas, son «una parte de la materia más amplia de la seguridad pública» (SSTC 59/1985, FJ 2 in fine; 104/1989, FFJJ 3 y 4; 313/1994, FJ 6; 40/1998, FJ 46, y 175/1999, de 30 de septiembre, FJ 5, entre otras). No obstante, «hemos dicho que "por relevantes que sean, esas actividades policiales, en sentido estricto, o esos servicios policiales, no agotan el ámbito material de lo que hay que entender por seguridad pública [...]. Otros aspectos y otras funciones distintas de los cuerpos y fuerzas de seguridad, y atribuidas a otros órganos y autoridades administrativas [...] componen sin duda aquel ámbito material" (STC 104/1989, de 8 de junio, FJ 3)» (STC 148/2000, FJ 6).

Igualmente ha subrayado la doctrina jurisprudencial de este tribunal que no «puede sostenerse que cualquier regulación sobre las actividades relevantes para la seguridad ciudadana haya de quedar inscrita siempre y en todo caso en el ámbito de las funciones de los cuerpos de policía o asimiladas, pues es obvio que pueden regularse al respecto actuaciones administrativas que, sin dejar de responder a finalidades propias de la materia "seguridad pública", no se incardinen en el ámbito de la actividad de dichos cuerpos» [STC 235/2001, FJ 8 a)]. Por tanto, el concepto material de seguridad pública «puede ir más allá de la regulación de las intervenciones de la "policía de seguridad", es decir, de las funciones propias de las fuerzas y cuerpos de seguridad» (STC 86/2014, de 24 de junio, FJ 4).

c) Tomando en consideración lo expuesto, la seguridad ciudadana se nos presenta como un ámbito material que forma parte de la seguridad pública pero, en modo alguno, equivalente o sinónimo. La seguridad ciudadana es una aspiración legítima de toda sociedad democrática, expresada como anhelo individual o colectivo. Como bien jurídico cuya tutela corresponde ejercer al Estado, la seguridad ciudadana se puede entender como el estado en el que el conjunto de la ciudadanía goza de una situación de tranquilidad y estabilidad en la convivencia que le permite el libre y pacífico ejercicio de los derechos y libertades que la Constitución y la Ley les reconocen (STC 55/1990, de 28 de marzo, FJ 5), lo que se puede lograr a través de acciones preventivas y represivas. Es por ello que el legislador justifica la intervención de las autoridades por «la existencia de una amenaza concreta o de un comportamiento objetivamente peligroso que, razonablemente, sea susceptible de provocar un perjuicio real para la seguridad ciudadana y, en concreto, atentar contra los derechos y libertades individuales y colectivos o alterar el normal funcionamiento de las instituciones públicas» (art. 4.3 LOPSC); intervención previa en aras de lograr la seguridad ciudadana, que es distinta de la posterior actividad sancionadora.

La interpretación de este concepto de seguridad ciudadana ha de realizarse tomando en consideración los fines que con ella se persiguen (art. 3 LOPSC) y los principios rectores de la acción de los poderes públicos (art. 4 LOPSC). Los fines, en la medida en que precisan o configuran el bien jurídico protegido –esto es, el aspecto de la seguridad ciudadana cuya tutela jurídica se pretende–, nos permiten afirmar que existe un bien jurídico protegido principal –seguridad ciudadana–, junto con unos bienes jurídicos secundarios o específicos que varían en cada una de las infracciones administrativas tipificadas. Las acciones u omisiones que vulneren estos bienes jurídicos singulares tutelados estarán atentando contra la seguridad ciudadana; y, siempre que concurran los restantes elementos del tipo, serán sancionables. Con el objetivo de garantizar la seguridad ciudadana, se prevén por el legislador un conjunto de medidas y actuaciones que por su intensidad y naturaleza pueden incidir en el ejercicio de los derechos y libertades de los ciudadanos. Es por ello que las medidas han de ser interpretadas y aplicadas «del modo más favorable a la plena efectividad de los derechos fundamentales y libertades públicas, singularmente de los derechos de reunión y manifestación, las libertades de expresión e información, la libertad sindical y el derecho de huelga» (art. 4.1, párrafo segundo, LOPSC).

En la aplicación de las medidas van a desempeñar un papel esencial, que no exclusivo, las fuerzas y cuerpos de seguridad, que deberán guiarse por «los principios de legalidad, igualdad de trato y no discriminación, oportunidad, proporcionalidad, eficacia, eficiencia y responsabilidad», sin perjuicio del pertinente control administrativo y jurisdiccional (art. 4.1, párrafo primero, LOPSC).

La seguridad ciudadana como actividad encaminada a «asegurar un ámbito de convivencia en el que sea posible el ejercicio de los derechos y libertades, mediante la eliminación de la violencia y la remoción de los obstáculos que se opongan a la plenitud de aquellos» (preámbulo de la Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana), es una parte integrante de la más amplia noción de seguridad pública; una parte de gran importancia y dotada de perfiles propios pero que, sin embargo, no abarca todos los aspectos que definen el ámbito material de la seguridad pública. Y así parece reconocerlo el propio legislador, cuando excluye expresamente del ámbito de aplicación de la Ley Orgánica aquí controvertida aspectos que, por el contrario, forman parte de la seguridad pública (la seguridad aérea, marítima, ferroviaria, vial o en los transportes, quedando, en todo caso, salvaguardadas las disposiciones referentes a la defensa nacional y la regulación de los estados de alarma, excepción y sitio, art. 2.3).

4. Impugnaciones relativas a los «registros corporales externos».

a) Como ha quedado reflejado en los antecedentes, el primer precepto objeto de impugnación es el art. 20.2 LOPSC, relativo a la práctica por las fuerzas y cuerpos de seguridad de los registros corporales externos. En todo caso, es necesario no solo para una mejor comprensión de la tacha de inconstitucionalidad formulada, sino también por exigencias de la interpretación sistemática del precepto, reproducir aquí, en su integridad, el texto del art. 20 LOPSC. Dice así:

«1. Podrá practicarse el registro corporal externo y superficial de la persona cuando existan indicios racionales para suponer que puede conducir al hallazgo de instrumentos, efectos u otros objetos relevantes para el ejercicio de las funciones de indagación y prevención que encomiendan las leyes a las fuerzas y cuerpos de seguridad.

2. Salvo que exista una situación de urgencia por riesgo grave e inminente para los agentes:

a) El registro se realizará por un agente del mismo sexo que la persona sobre la que se practique esta diligencia.

b) Y si exigiera dejar a la vista partes del cuerpo normalmente cubiertas por ropa, se efectuará en un lugar reservado y fuera de la vista de terceros. Se dejará constancia escrita de esta diligencia, de sus causas y de la identidad del agente que la adoptó.

3. Los registros corporales externos respetarán los principios del apartado 1 del artículo 16, así como el de injerencia mínima, y se realizarán del modo que cause el menor perjuicio a la intimidad y dignidad de la persona afectada, que será informada de modo inmediato y comprensible de las razones de su realización.

4. Los registros a los que se refiere este artículo podrán llevarse a cabo contra la voluntad del afectado, adoptando las medidas de compulsión indispensables, conforme a los principios de idoneidad, necesidad y proporcionalidad.»

La lectura del precepto controvertido pone de relieve que estamos ante la regulación de la práctica de los registros corporales externos y superficiales sobre las personas, fijando como presupuesto habilitante la existencia de «indicios racionales» para suponer que pueden conducir al hallazgo de instrumentos, efectos u otros objetos relevantes en el ejercicio de las funciones policiales de indagación y prevención (apartado 1). La forma de llevar a cabo estos registros se regula en el apartado 2 –objeto de impugnación–, si bien las condiciones previstas para su práctica se pueden excepcionar cuando «exista una situación de urgencia por riesgo grave e inminente para los agentes». En el apartado 3, se explicitan los principios que han de respetar, en todo caso, los registros corporales; a saber, además de los previstos en el art. 16.1 LOPSC –proporcionalidad, igualdad de trato y no discriminación por cualquier condición o circunstancia personal o social–, los principios de injerencia mínima y de menor perjuicio a la intimidad y dignidad de la persona afectada. Por último, se prevé, en el apartado 4, la posibilidad de utilizar la compulsión en caso de tener que practicarse contra la voluntad del afectado, adoptando las medidas indispensables conforme a los principios de idoneidad, necesidad y proporcionalidad.

Argumentan los recurrentes que el precepto impugnado permite el registro corporal externo y superficial –pudiendo incluso consistir en un desnudo total o parcial–, sin que se exija la concurrencia de razones de urgencia y necesidad, así como de los requisitos de proporcionalidad y razonabilidad. Es por ello que, a su juicio, el art. 20.2 LOPSC lesiona el derecho a la intimidad personal (art. 18.1 CE), en estrecha conexión con el derecho a la dignidad de la persona (art. 10.1 CE) y el derecho a la integridad física y moral (art. 15 CE).

Frente a estos alegatos, el abogado del Estado defiende la conveniencia, por un lado, de realizar una interpretación sistemática del art. 20 LOPSC, para destacar que estamos ante una actuación policial habitual de prevención de la delincuencia cuya regulación es necesaria, y, por otro, delimitar el ámbito de aplicación del precepto, al entender que no está previsto para amparar los desnudos integrales. Con apoyo en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional y del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, concluye que la regulación de los registros corporales de la Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana cumple con el principio de proporcionalidad en su triple vertiente: i) establece su necesidad –protección de la seguridad ciudadana–; ii) su fundamento y justificación –evitando que sean actuaciones arbitrarias e inmotivadas–; y iii) la forma de practicarlos, con máximo respeto a los principios de no injerencia, no discriminación y protección de los derechos fundamentales afectados, en concreto el derecho a la intimidad personal (art. 18.1 CE) y a la dignidad de la persona (art. 10.1 CE).

Los argumentos expuestos nos sitúan ante la cuestión principal que consiste en determinar si los registros corporales externos previstos en el art. 20.2 LOPSC entrañan o no, tal como están configurados, una lesión del derecho a la intimidad personal ex art. 18.1 CE y, eventualmente, de los derechos a la dignidad de la persona (art. 10.1 CE) y a la integridad física y moral (art. 15 CE).

b) Hemos de iniciar nuestro examen recordando nuestra doctrina sobre el derecho a la intimidad personal (art. 18.1 CE), que es el principal derecho afectado por cualquier medida de injerencia o de inspección corporal, operando como canon de constitucionalidad. Doctrina que, en lo que se refiere a los registros corporales o cacheos, tiene su referente en la STC 207/1996, de 16 de diciembre, seguida, entre otras, en las SSTC 25/2005, de 14 de febrero, y 206/2007, de 24 de septiembre.

Las inspecciones y registros corporales son aquellas que –según hemos declarado– «consisten en cualquier género de reconocimiento del cuerpo humano, bien sea para la determinación del imputado (diligencias de reconocimiento en rueda, exámenes dactiloscópicos o antropomórficos, etc.) o de circunstancias relativas a la comisión del hecho punible (electrocardiogramas, exámenes ginecológicos, etc.) o para el descubrimiento del objeto del delito (inspecciones anales o vaginales, etc.)», pudiendo, por ello, «verse afectado el derecho fundamental a la intimidad corporal (art. 18.1 CE) si recaen sobre partes íntimas del cuerpo, como fue el caso examinado en la STC 37/1989 (examen ginecológico), o inciden en la privacidad» [STC 207/1996, FJ 2 a)]. Y ello, por oposición a las llamadas por la doctrina intervenciones corporales «consistentes en la extracción del cuerpo de determinados elementos externos o internos para ser sometidos a informe pericial (análisis de sangre, orina, pelos, uñas, biopsias, etc.) o en su exposición a radiaciones (rayos X, TAC, resonancias magnéticas, etc.), con objeto también de averiguar determinadas circunstancias relativas a la comisión del hecho punible o a la participación en él del imputado», pues en estos casos «el derecho que se verá por regla general afectado es el derecho a la integridad física (art. 15 CE), en tanto implican una lesión o menoscabo del cuerpo, siquiera sea de su apariencia externa» [STC 207/1996, FJ 2 b)].

Así definidos, los registros o inspecciones corporales pueden afectar al derecho fundamental a la intimidad (art. 18.1 CE), en una doble vertiente: como derecho a la intimidad corporal y, desde una perspectiva más amplia, como derecho a la intimidad personal, del que aquel forma parte (STC 37/1989, de 15 de febrero, FJ 7). El derecho a la intimidad corporal objeto de protección constitucional «no es una entidad física, sino cultural, y determinada, en consecuencia, por el criterio dominante en nuestra cultura sobre el recato corporal, de tal modo que no pueden entenderse como intromisiones forzadas en la intimidad aquellas actuaciones que, por las partes del cuerpo sobre las que se operan o por los instrumentos mediante los que se realizan, no constituyen, según un sano criterio, violación del pudor o del recato de la persona» [por todas, STC 57/1994, de 28 de febrero, FJ 5 B)]. Así, en aplicación de esta doctrina, hemos considerado que «resulta indudable que el desnudo integral de la persona incide en el ámbito de su intimidad corporal constitucionalmente protegido, según el criterio social dominante en nuestra cultura» (STC 196/2006, de 3 de julio, FJ 5), y que «incluso encontrándose en una relación de sujeción especial [ámbito penitenciario], una persona, contra su voluntad, no puede verse en la situación de exponer y exhibir su cuerpo desnudo ante otra persona, pues ello quebrantaría su intimidad corporal» (STC 57/1994, FJ 7).

Por su parte, el derecho a la intimidad personal, como derecho fundamental vinculado a la propia personalidad y que deriva de la dignidad de la persona (art. 10.1 CE), implica «la existencia de un ámbito propio y reservado frente a la acción y el conocimiento de los demás, necesario, según las pautas de nuestra cultura, para mantener una calidad mínima de la vida humana (SSTC 231/1988, de 2 de diciembre; 197/1991, de 17 de octubre; 20/1992, de 14 de febrero; 219/1992, de 3 de diciembre; 142/1993, de 22 de abril; 117/1994, de 25 de abril, y 143/1994, de 9 de mayo), y referido preferentemente a la esfera, estrictamente personal, de la vida privada o de lo íntimo (SSTC 142/1993, de 22 de abril, y 143/1994, de 9 de mayo)» [STC 207/1996, de 16 de diciembre, FJ 3 B), seguida en STC 25/2005, de 14 de febrero, FJ 6]. De este modo, se «confiere a la persona el poder jurídico de imponer a terceros el deber de abstenerse de toda intromisión en la esfera íntima y la prohibición de hacer uso de lo así conocido» (STC 206/2007, de 24 de septiembre, FJ 4); pues «corresponde a cada persona acotar el ámbito de intimidad personal y familiar que reserva al conocimiento ajeno» (STC 196/2006, de 3 de julio, FJ 5).

En razón de lo expuesto, cabe descartar que los registros corporales externos y superficiales regulados en el art. 20 LOPSC puedan calificarse de «intervenciones corporales» susceptibles de afectar al derecho a la integridad física (art. 15 CE); pudiendo, por el contrario, afectar al derecho a la intimidad personal y, en la medida en que su práctica exigiera «dejar a la vista partes del cuerpo normalmente cubiertas por ropa» [apartado 2 b)], también al derecho a la intimidad corporal (art. 18.1 CE). Ahora bien, como hemos declarado reiteradamente no estamos ante derechos que podamos considerar absolutos, ni toda afectación a los mismos se ha de calificar constitucionalmente injustificada o irrazonable.

El derecho a la intimidad en su doble dimensión, corporal y personal, no es absoluto «pues cede ante intereses constitucionalmente relevantes, siempre que el recorte que haya de experimentar se revele como necesario para lograr el fin legítimo previsto, sea proporcionado para alcanzarlo y, en todo caso, sea respetuoso con el contenido esencial del derecho» (STC 25/2005, de 14 de febrero, FJ 6); o dicho en otros términos, que «el recorte que aquel haya de experimentar esté fundado en una previsión legal que tenga justificación constitucional y que sea proporcionada», o bien «que exista un consentimiento eficaz que lo autorice» (STC 206/2007, de 24 de septiembre, FJ 5). Precisando la anterior doctrina, la jurisprudencia constitucional, establece como requisitos que proporcionan una justificación constitucional objetiva y razonable a la injerencia en el derecho a la intimidad: a) la existencia de un fin constitucionalmente legítimo; b) que exista una previsión legal específica de la medida limitativa del derecho, no pudiendo ser autorizada la misma solo por la vía reglamentaria (principio de legalidad); c) que, como regla general, se acuerde mediante resolución judicial motivada –aunque sin descartar la posibilidad de que, en determinados casos, por acreditadas razones de urgencia y necesidad, y con la conveniente habilitación legislativa, tales actuaciones pudieran ser dispuestas por la policía judicial–; y d) que sea idónea, necesaria y proporcionada para la consecución del fin perseguido (STC 206/2007, de 24 de septiembre, FJ 6; con cita de las SSTC 207/1996, de 16 de diciembre, FJ 4; 234/1997, de 18 de diciembre, FJ 9; 70/2002, de 3 de abril, FJ 10, y 25/2005, de 14 de febrero, FJ 6).

c) Expuesta nuestra doctrina constitucional, debemos ahora proceder a verificar si la previsión del art. 20.2 LOPSC resulta conciliable con lo dispuesto en el art. 18.1 CE, por concurrir los requisitos exigidos por nuestra doctrina para entender que el eventual sacrificio del derecho fundamental responde a una justificación constitucional objetiva y razonable. O, por el contrario, como entienden los recurrentes, se lesiona el derecho a la intimidad personal al permitir la práctica de registros corporales que pueden implicar un desnudo parcial o total de las personas afectadas, sin que además dicha actuación sea objeto de comunicación al Ministerio Fiscal o a la autoridad judicial. Ello exige, como subrayó la abogacía del Estado en su escrito de alegaciones, hacer una lectura sistemática del precepto.

La práctica de registros corporales externos y superficiales, en cuanto limitativos de la intimidad personal y/o corporal de las personas en el ámbito de las relaciones de sujeción general, puede encontrar su amparo, como ya dijimos, en «razones justificadas de interés general convenientemente previstas por la ley»; esto es, en un fin constitucionalmente legítimo, fijado de forma específica y determinada en una norma con rango de ley [STC 207/1996, FJ 4 A) y B)].

En el presente caso, la «existencia de indicios racionales» que permitan el hallazgo u obtención «de instrumentos, efectos u otros objetos» relevantes para el ejercicio de las funciones de indagación y prevención encomendadas legalmente a las fuerzas y cuerpos de seguridad (art. 20.1 LOPSC), con el fin de preservar la seguridad ciudadana. A través de los registros corporales externos se busca «la preservación de la seguridad y la convivencia ciudadanas» [art. 3 c) LOPSC], garantizando el buen desarrollo y eficacia de la acción policial, en conexión con la «prevención de la comisión de delitos o infracciones administrativas» [art. 3 h) LOPSC]. A mayor abundamiento, esta medida tiene también cobertura legal en el art. 282 de la Ley de enjuiciamiento criminal, cuando establece que la policía judicial tiene la obligación de investigar los delitos y practicar «las diligencias necesarias para comprobarlos y descubrir a los delincuentes, y recoger todos los efectos, instrumentos o pruebas del delito de cuya desaparición hubiere peligro, poniéndolos a disposición de la autoridad judicial»; y en las letras f) y g) del art. 11.1 LOFCS, relativas a las funciones de prevención de la comisión de actos delictivos y aseguramiento de los instrumentos, efectos y pruebas del delito.

Por otra parte, en el mismo apartado 1 del art. 20 LOPSC se habla de «registro corporal externo y superficial», con lo que parece referirse a la modalidad más leve o menos invasiva de la intimidad personal; esto es, a la práctica de cacheos corporales consistentes en la exploración superficial externa del cuerpo y vestiduras e indumentaria, o de otros objetos personales. Sin embargo, el apartado 2 b) –objeto de impugnación– prevé la posibilidad de que los registros corporales puedan implicar «dejar a la vista partes del cuerpo normalmente cubiertas por ropa», disponiéndose a tales efectos su práctica «en lugar reservado y fuera de la vista de terceros»; se permite, por tanto, el desnudo parcial de las personas afectadas por el registro corporal o cacheo. Más allá de la valoración que merezca tal previsión, podemos afirmar, en este momento, que el art. 20 LOPSC no ampara o cubre, como acertadamente ha señalado la abogacía del Estado, los supuestos de desnudo integral de las personas afectadas por los registros corporales; es decir, hemos de excluir que nos hallemos ante una intervención tan invasiva de la intimidad corporal como sería la realización de cacheos con desnudo integral de los afectados (cuestión abordada en relación con el ámbito penitenciario en la STC 57/1994, de 28 de febrero, FJ 6, y confirmada, entre otras, por las SSTC 204/2000, de 24 de julio, FJ 4; 218/2002, de 25 de noviembre, FJ 4; 196/2006, de 3 de julio, FJ 5, o 171/2013, de 7 de octubre, FJ 4).

d) Como hemos declarado de forma reiterada, una exigencia común y constante para la constitucionalidad de cualquier medida restrictiva de derechos fundamentales, entre ellas las que supongan la injerencia en el derecho a la intimidad, viene determinada por la estricta observancia del principio de proporcionalidad, que si bien no constituye un canon de constitucionalidad autónomo en nuestro ordenamiento, es «un principio que cabe inferir de determinados preceptos constitucionales, siendo en el ámbito de los derechos fundamentales en el que normalmente y de forma muy particular resulta aplicable, y como tal opera como un criterio de interpretación que permite enjuiciar las posibles vulneraciones de concretas normas constitucionales» (STC 215/2016, de 15 de diciembre, FJ 8).

En este sentido, para comprobar si una medida restrictiva del derecho fundamental a la intimidad personal y/o corporal, como la prevista en el art. 20.2 b) LOPSC, supera el juicio de proporcionalidad, será preciso que cumpla tres condiciones: «idoneidad de la medida para alcanzar el fin constitucionalmente legítimo perseguido (juicio de idoneidad), que la misma resulte necesaria o imprescindible para ello, esto es, que no existan otras medidas menos gravosas que, sin imponer sacrificio alguno de derechos fundamentales o con un sacrificio menor, sean igualmente aptas para dicho fin (juicio de necesidad), y, por último, que se deriven de su aplicación más beneficios o ventajas para el interés general que perjuicios sobre otros bienes o intereses en conflicto o, dicho de otro modo, que el sacrificio impuesto al derecho fundamental no resulte desmedido en relación con la gravedad de los hechos y las sospechas existentes (juicio de proporcionalidad en sentido estricto)» (STC 206/2007, FJ 6).

El precepto objeto de impugnación se limita a indicar que el registro corporal pueda «exigir» dejar a la vista partes del cuerpo normalmente cubiertas por la ropa. El presupuesto que habilitaría esta medida de registro o cacheo con «desnudo parcial», más intensa en el grado de afectación del derecho a la intimidad corporal –en cuanto, según un sano criterio, puede implicar una violación del pudor o del recato de la persona–, no sería otro que el previsto, con carácter general, en el apartado 1 del art. 20 LOPSC: esto es, la existencia de «indicios racionales» que puedan conducir al hallazgo de instrumentos, efectos u objetos relevantes para el cumplimiento de las funciones policiales de indagación o prevención.

Sobre los objetos cuya búsqueda pueda justificar la acción policial, el art. 18.1 LOPSC prevé que los agentes de la autoridad podrán practicar en las personas –y también en bienes y vehículos– las comprobaciones necesarias para impedir que en las vías, lugares y establecimientos públicos «se porten o utilicen ilegalmente armas, explosivos, sustancias peligrosas u otros objetos, instrumentos o medios que generen un riesgo potencialmente grave para las personas, susceptibles de ser utilizados para la comisión de un delito o alterar la seguridad ciudadana». En cuanto a los hechos o circunstancias que puedan desencadenar la intervención policial, el art. 16.1 LOPSC precisa que exclusivamente cuando sea necesaria para realizar funciones de indagación y prevención delictiva, así como para la sanción de infracciones penales y administrativas. Intervención policial que, en todo caso, se justifica –según el art. 4.3 LOPSC– «por la existencia de una amenaza concreta o de un comportamiento objetivamente peligroso que, razonablemente, sea susceptible de provocar un perjuicio real para la seguridad ciudadana y, en concreto, atentar contra los derechos y libertades individuales y colectivos o alterar el normal funcionamiento de las instituciones públicas».

Si conectamos las funciones de indagación y prevención de los arts. 20.1 y 16.1 con los hechos y circunstancias del art. 18.1, podemos concluir que se podrá proceder a la práctica de registros corporales externos y superficiales, que incluso puedan conllevar el desnudo parcial, cuando existan indicios racionales de que se porten los citados objetos y puedan ser utilizados con la finalidad de cometer un delito o infracción, o de alterar la seguridad ciudadana. Actuación que de este modo satisface la observancia del principio de proporcionalidad, al responder a un fin legítimo –la prevención de la comisión de delitos o infracciones administrativas y la preservación de la seguridad y convivencia ciudadana–, resultando idónea y necesaria para su consecución.

Además, salvo en situaciones de urgencia –concretada en la existencia de un grave e inminente riesgo para los agentes–, el registro o cacheo será practicado por agente del mismo sexo y en lugar reservado y fuera de la vista de terceros, minimizando con ello la injerencia en la intimidad de la persona. Y a mayor abundamiento, el registro corporal ha de ser realizado, en todo caso, con respeto a los principios de injerencia mínima, de menor perjuicio a la intimidad y dignidad de la persona afectada, y de idoneidad, necesidad y proporcionalidad, igualdad de trato y no discriminación (arts. 20.3 y 4, y 16.1 LOPSC).

Los recurrentes reprochan también al precepto que no exija poner en conocimiento del Ministerio Fiscal o de la autoridad judicial la diligencia de registro corporal con «desnudo parcial» practicada; limitándose a disponer que aquella sea objeto de constancia escrita, indicando sus causas y la identidad del agente. Esta tacha de inconstitucionalidad, si bien resulta irrelevante a la vista de las consideraciones expuestas, no puede, en todo caso, ser aceptada conforme a nuestra doctrina consolidada. En relación con la práctica de diligencias limitativas del ámbito constitucionalmente protegido del derecho a la intimidad «en la STC 37/1989, de 15 de febrero, dijimos que era "solo posible por decisión judicial" (fundamento jurídico 7), aunque sin descartar la posibilidad de que, en determinados casos, y con la conveniente habilitación legislativa (que en tal caso no se daba), tales actuaciones pudieran ser dispuestas por la policía judicial (fundamento jurídico 8)», debiendo, en todo caso, motivarse a los efectos de «plasmar el juicio de ponderación entre el derecho fundamental afectado y el interés constitucionalmente protegido y perseguido, del cual se evidencie la necesidad de la adopción de la medida (SSTC 37/1989, de 15 de febrero y 7/1994, de 17 de enero, entre otras)» [STC 207/1996, de 16 de diciembre, FJ 4 C) y D)].

En conclusión, entendemos que la letra b) del art. 20.2 no vulnera el derecho a la intimidad corporal del art. 18.1 CE, desestimando, por ello, su inconstitucionalidad.

5. Examen del régimen sancionador previsto en la Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana: planteamiento general.

a) Los recurrentes exponen, a continuación, las tachas de inconstitucionalidad que en la demanda se plantean en relación con algunos de los preceptos que definen el régimen sancionador de la sección segunda, capítulo V de la Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana. En unos casos, por constituir una restricción injustificada del derecho de reunión consagrado en el art. 21 CE, que afecta a su contenido esencial y produce efectos disuasorios en su ejercicio. Este es el fundamento de la pretensión o causa petendi principal en relación con los arts. 36.2 y 37.1, y con los arts. 30.3 y 37.3 y 7. Un examen de la cuestión, así planteada, no puede desligarse, sin embargo, por su evidente conexión, de las exigencias que, desde el principio de legalidad en materia sancionadora administrativa (art. 25.1 CE) y de seguridad jurídica (art. 9.3 CE), se desprenden para la configuración legal de los tipos infractores. Y ello, teniendo en cuenta que los propios recurrentes invocan –atendiendo al concreto precepto impugnado– la falta de concreción lesiva del principio de taxatividad, bien de forma expresa (art. 37.7 LOPSC), bien indirectamente (art. 37.1, en conexión con el art. 30.3 LOPSC); y la abogacía del Estado, por su parte, fundamenta en el estricto cumplimiento del principio de legalidad sancionadora y seguridad jurídica la constitucionalidad de los preceptos cuestionados.

En el caso del art. 36.23 –en conexión con el art. 19.2–, la pretensión se fundamenta en que el derecho de información amparado por el art. 20.1 d) CE se ve afectado por una restricción previa y desproporcionada, al establecerse una censura previa –lesiva del art. 20.2 CE– y permitirse el secuestro no judicial de material informativo, en contradicción con el art. 20.5 CE. A ello se ha de añadir la vulneración de los principios de taxatividad (art. 25.1 CE) y seguridad jurídica (art. 9.3 CE), al resultar imposible para el ciudadano medio saber si su conducta encaja o no en el tipo sancionador descrito (poner en riesgo el éxito de una operación policial o la seguridad del agente o su familia).

Expuestas las principales quejas planteadas por los recurrentes y antes de abordar su concreto examen, recordaremos, por razones metodológicas, los aspectos más relevantes de nuestra doctrina sobre la potestad sancionadora de la administración y, en concreto, sobre los principios de legalidad en materia sancionadora (art. 25.1 CE) y de seguridad jurídica (art. 9.3 CE), dada su conexión; doctrina que será aplicable al enjuiciamiento del conjunto de preceptos objeto de impugnación. Todo ello, sin perjuicio de recoger posteriormente nuestra doctrina sobre los derechos fundamentales de reunión e información, cuya lesión se imputa a los preceptos recurridos,

b) Conforme a una reiterada doctrina de este tribunal –desde las ya tempranas SSTC 18/1981, de 8 de junio, FJ 2; 77/1983, de 3 de octubre, FJ 3, y 42/1987, de 7 de abril, FJ 2–, la administración pública en el ejercicio de su potestad sancionadora está sujeta tanto a los principios sustantivos derivados del art. 25.1 CE –«considerando que los principios inspiradores del orden penal son de aplicación, con ciertos matices, al Derecho administrativo sancionador, dado que ambos son manifestaciones del ius puniendi del Estado»– (SSTC 243/2007, de 10 de diciembre, FJ 3, y 70/2008, de 23 de junio, FJ 4), como a las garantías procesales establecidas en el art. 24.2 CE, «si bien con las modulaciones requeridas en la medida necesaria para preservar los valores esenciales que se encuentran en la base del art. 24.2 CE y la seguridad jurídica que garantiza el art. 9.3 CE, en tanto sean compatibles con su propia naturaleza» (SSTC 197/2004, de 15 de noviembre, FJ 2, y 145/2011, de 26 de septiembre, FFJJ 3 y 4, y las allí citadas).

c) El principio de legalidad penal (art. 25.1 CE), en el que se integra el principio de legalidad sancionadora administrativa, se articula a través de una doble garantía: material y formal. En el orden material y con alcance absoluto, la garantía se corresponde con «la exigencia de predeterminación normativa de las conductas infractoras y de las sanciones correspondientes con la mayor precisión posible, para que los ciudadanos puedan conocer de antemano el ámbito de lo proscrito y prever, de esta manera, las consecuencias de sus acciones» (STC 145/2013, de 11 de julio, FJ 4, y las sentencias allí citadas). Como hemos declarado, la garantía material articula un doble mandato, relativo a los principios de taxatividad y tipicidad.

Por una parte, el principio de taxatividad o lex certa se dirige tanto al legislador como al poder reglamentario, exigiéndoles, conforme al principio de seguridad jurídica (art. 9.3 CE), el «máximo esfuerzo posible» en la definición de los tipos penales, promulgando normas concretas, precisas, claras e inteligibles (STC 185/2014, de 6 de noviembre, FJ 8), «lo que conlleva que no quepa constitucionalmente admitir formulaciones tan abiertas por su amplitud, vaguedad o indefinición, que la efectividad dependa de una decisión prácticamente libre y arbitraria del intérprete y juzgador» (STC 104/2009, de 4 de mayo, FJ 2). Ahora bien, ello no veda «el empleo de conceptos jurídicos indeterminados, aunque su compatibilidad con el art. 25.1 CE se subordina a la posibilidad de que su concreción sea razonablemente factible en virtud de criterios lógicos, técnicos o de experiencia, de tal forma que permitan prever, con suficiente seguridad, la naturaleza y las características esenciales de las conductas constitutivas de la infracción tipificada» (STC 151/1997, de 29 de septiembre, FJ 3). En todo caso, la exigencia de un suficiente grado de certeza y seguridad a la luz del art. 25.1 CE se refuerza en el caso de las potestades sancionadoras administrativas ejercitadas en el marco de una relación de supremacía general (STC 305/1993, de 25 de octubre, FJ 5).

Por otra parte, el principio de tipicidad se dirige a los aplicadores del Derecho, «obligándoles a atenerse, no ya al canon de interdicción de arbitrariedad, error patente o manifiesta irrazonabilidad derivado del art. 24 CE, sino a un canon más estricto de razonabilidad, lo que es determinante en los casos en que la frontera que demarca la norma sancionadora es borrosa por su carácter abstracto o por la propia vaguedad y versatilidad del lenguaje» (STC 145/2013, de 11 de julio, FJ 4). Y desde esta perspectiva, el principio de tipicidad, ligado indisolublemente con el principio de seguridad jurídica (art. 9.3 CE), se traduce en «la necesidad de que la administración en el ejercicio de su potestad sancionadora identifique el fundamento legal de la sanción impuesta en cada resolución sancionatoria. En otros términos, el principio de tipicidad exige no solo que el tipo infractor, las sanciones y la relación entre las infracciones y sanciones, estén suficientemente predeterminados, sino que impone la obligación de motivar en cada acto sancionador concreto en qué norma se ha efectuado dicha predeterminación y, en el supuesto de que dicha norma tenga rango reglamentario, cuál es la cobertura legal de la misma, excepción hecha de aquellos casos en los que, a pesar de no identificarse de manera expresa el fundamento legal de la sanción, el mismo resulta identificado de forma implícita e incontrovertida» (STC 104/2009, de 4 de mayo, FJ 2).

d) La garantía formal «se refiere al rango necesario de las normas tipificadoras de aquellas conductas y reguladoras de estas sanciones, por cuanto, como este tribunal ha señalado reiteradamente, el término "legislación vigente" contenido en dicho art. 25.1 es expresivo de una reserva de ley en materia sancionadora» (STC 166/2012, de 1 octubre, FJ 5, con cita de la STC 77/2006, de 13 de marzo, FJ único, y sentencias allí citadas). Pero como también hemos matizado, en relación con las infracciones y sanciones administrativas «el alcance de la reserva de ley no puede ser tan riguroso como lo es por referencia a los tipos y sanciones penales en sentido estricto, y ello tanto por razones que atañen al modelo constitucional de distribución de las potestades públicas como por el carácter en cierto modo insuprimible de la potestad reglamentaria en ciertas materias, bien, por último, por exigencias de prudencia o de oportunidad» (STC 26/2005 de 14 de febrero, FJ 3; seguida por STC 34/2013, de 14 de febrero, FJ 19).

Por todo ello, la garantía formal «tiene una eficacia relativa o limitada en el ámbito sancionador administrativo, toda vez que no cabe excluir la colaboración reglamentaria en la propia tarea de tipificación de las infracciones y atribución de las correspondientes sanciones, aunque sí hay que excluir el que tales remisiones hagan posible una regulación independiente y no claramente subordinada a la ley. Por tanto, la garantía formal implica que la ley debe contener la determinación de los elementos esenciales de la conducta antijurídica y al reglamento solo puede corresponder, en su caso, el desarrollo y precisión de los tipos de infracciones previamente establecidos por la ley (por todas, SSTC 161/2003, de 15 de septiembre, FJ 2, o 26/2005, de 14 de febrero, FJ 3)» (STC 242/2005, de 10 de octubre, FJ 2).

6. Infracciones vinculadas a actos, reuniones y manifestaciones en lugares públicos.

A) Los recurrentes impugnan varios preceptos en los que se tipifica como infracción administrativa un conjunto de actos, reuniones o manifestaciones públicas, bien porque la conducta infractora es la propia celebración de la reunión o manifestación en un lugar concreto –frente a las sedes del Congreso, Senado o de las asambleas legislativas de las comunidades autónomas, art. 36.2 LOPSC– con lesión de la seguridad ciudadana; bien por incumplimiento de los requisitos legales o de las decisiones adoptadas por la autoridad competente –art. 37.1, 3 y 7 LOPSC–. En conexión, se recurre el art. 30.3 LOPSC por ampliar el ámbito de responsabilidad de los sujetos, definiendo quiénes serán considerados organizadores o promotores de reuniones en lugares de tránsito público o manifestaciones. Los demandantes argumentan que este conjunto de preceptos delimita, reduciéndolo a la mínima expresión, el contenido esencial del derecho fundamental de reunión (art. 21 CE), a la vez que produce efectos disuasorios –chilling effects– en su ejercicio.

B) Atendiendo al núcleo argumental de los recurrentes y con carácter previo al examen de las concretas tachas de inconstitucionalidad, se ha de recordar nuestra doctrina sobre el contenido esencial y límites del derecho fundamental de reunión (art. 21 CE) –del que el derecho de manifestación es una vertiente–; doctrina que entronca con la del Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

a) El derecho de reunión, es (i) una manifestación colectiva de la libertad de expresión ejercitada a través de una asociación transitoria de personas, que opera a modo de técnica instrumental puesta al servicio del intercambio o exposición de ideas, la defensa de intereses o la publicidad de problemas y reivindicaciones, constituyendo, por tanto, un cauce del principio democrático participativo en un Estado social y democrático de Derecho como el proclamado en la Constitución; (ii) un derecho individual en cuanto a sus titulares y colectivo en su ejercicio; y (iii) cuyos elementos configuradores son el subjetivo –agrupación de personas–, el temporal –duración transitoria–, el finalista –licitud de la finalidad– y el real u objetivo –lugar de celebración– [por todas STC 85/1988, de 28 de abril, FJ 2; y después seguida, entre otras, por las SSTC 66/1995, de 8 de mayo, FJ 3; 196/2002, de 28 de octubre, FJ 4; 284/2005, de 7 de noviembre, FJ 3; 90/2006, de 27 de marzo, FJ 2 a); 170/2008, de 15 de diciembre, FJ 3; 38/2009, de 9 de febrero, FJ 2, y 193/2011, de 12 de diciembre, FJ 3].

Su configuración como expresión del principio democrático participativo adquiere mayor relevancia, si cabe, al ser este derecho, en la práctica, para muchos grupos sociales «uno de los pocos medios de los que disponen para poder expresar públicamente sus ideas y reivindicaciones» (SSTC 66/1995, de 8 de mayo, FJ 3; 196/2002, de 28 de octubre, FJ 4; 195/2003, de 27 de octubre, FJ 3; 110/2006, de 3 de abril, FJ 3; 301/2006, 23 de octubre, FJ 2, y 170/2008, de 15 de diciembre, FJ 3). Es más, la libertad de reunión, como manifestación colectiva de la libertad de expresión, está intensamente vinculada con el pluralismo político en tanto coadyuva a la formación y existencia de la opinión pública, «de forma tal que se convierte en una condición previa y necesaria para el ejercicio de otros derechos inherentes al funcionamiento de un sistema democrático, como lo son precisamente los derechos de participación política de los ciudadanos» (STC 170/2008, de 15 de diciembre, FJ 4). Como afirmamos en la STC 101/2003, de 2 de junio, FJ 3, «sin comunicación pública libre quedarían vaciados de contenido real otros derechos que la Constitución consagra, reducidas a formas hueras las instituciones representativas y absolutamente falseado el principio de legitimidad democrática que enuncia el art. 1.2 CE, que es la base de toda nuestra ordenación jurídico-política».

Esta forma de entender el derecho de reunión viene a poner de manifiesto su estrecha vinculación con el derecho de libertad de expresión [art. 20.1 a) CE], y el de ambos con la democracia, directa y representativa (art. 23.1 CE). Esta vinculación ha sido, igualmente, enfatizada por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que califica el art. 10 del Convenio europeo para la protección de los derechos humanos y de las libertades fundamentales (CEDH), libertad de expresión, como lex generalis en relación con el art. 11 CEDH, derecho de reunión, lex specialis, sin que ello suponga negar a este último su carácter de derecho autónomo con un ámbito propio (STEDH de 15 de octubre de 2015, caso Kudrevićius y otros c. Lituania, § 85 y 86, y jurisprudencia allí citada).

b) El art. 21.1 CE configura el contenido esencial del derecho de reunión en un doble sentido: en primer término, al establecer que su ejercicio «no necesitará de autorización previa», y ello porque «el ejercicio de ese derecho fundamental se impone por su eficacia inmediata y directa, sin que pueda conceptuarse como un derecho de configuración legal» (STC 66/1995, de 8 de mayo, FJ 2) y en segundo término, al excluir del contenido del derecho fundamental las reuniones o manifestaciones públicas que no tengan la condición de «pacíficas y sin armas», esto es, las violentas o armadas [SSTC 56/1990, de 29 de marzo, FJ 5; 66/1995, de 8 de mayo, FJ 3, o 196/2002, de 28 de octubre, FJ 4 b)].

Así lo ha entendido el Tribunal Europeo de Derechos Humanos al limitar el ámbito de aplicación del art. 11 CEDH a las «reuniones pacíficas», excluyendo aquellas en las que los organizadores y participantes tienen intenciones que son violentas, incitan a la violencia, o rechazan los fundamentos de una sociedad democrática (SSTEDH de 2 de octubre de 2001, caso Stankov y United Macedonian Organisation Ilinden c. Bulgaria, § 77; de 23 de octubre de 2008, caso Sergey Kuznetsov c. Rusia, § 45; de 21 de octubre de 2010, caso Alekseyev c. Rusia, § 80; de 18 de junio de 2013, caso Gün y otros c. Turquía, § 49, o de 15 de octubre de 2015, caso Kudrevićius y otros c. Lituania, § 92). Este carácter pacífico no se ve alterado por el hecho de que en la reunión o manifestación se expresen ideas o se persigan objetivos que puedan ofender o molestar a otras personas o colectivos (SSTEDH de 2 de febrero de 2010, caso Partido Demócrata Cristiano del Pueblo c. Moldavia, § 27, o de 15 de octubre de 2015, caso Kudrevićius y otros c. Lituania, § 145), porque «el contenido de las ideas o las reivindicaciones que pretenden expresarse y defenderse mediante el ejercicio del derecho de manifestación y concentración pública no puede ser sometido a controles de oportunidad política ni a juicios en los que se emplee como canon el sistema de valores que cimientan y dan cohesión al orden social en un momento histórico determinado», salvo, claro está, que el contenido de los mensajes sea ilegal (STC 66/1995, de 8 de mayo, FJ 3).

c) El párrafo segundo del art. 21 CE, por su parte, no delimita el contenido del derecho de reunión, sino que establece límites para su ejercicio (STC 66/1995, de 8 de mayo, FJ 3). No estamos, pues, ante un derecho absoluto o ilimitado, sino que su ejercicio puede verse sometido a ciertas modulaciones o límites, tanto los previstos específicamente en el propio texto constitucional, «como aquellos otros que vienen impuestos por la necesidad de evitar que un ejercicio extralimitado del derecho pueda entrar en colisión con otros valores constitucionales» (SSTC 42/2000, de 14 de febrero, FJ 2, y 193/2011, de 12 de diciembre, FJ 3). Límites que deben motivarse y que han de ser necesarios para conseguir el fin perseguido debiendo atender a la proporcionalidad entre el sacrificio del derecho y la situación en la que se halla aquel a quien se impone y, en todo caso, respetar su contenido esencial (STC 195/2003, de 27 de octubre, FJ 7, y las que allí se citan; doctrina seguida, más recientemente, por la STC 24/2015, de 16 de febrero, FJ 4).

d) El ejercicio del derecho de reunión está sometido al cumplimiento de un requisito previo: el deber de comunicarlo con antelación a la autoridad competente (art. 21.2 CE y arts. 8 y 9 de la Ley Orgánica 9/1983, de 15 de julio, reguladora del derecho de reunión LODR). Este Tribunal Constitucional ha declarado que el deber de comunicación no constituye una solicitud de autorización, «sino tan solo una declaración de conocimiento a fin de que la autoridad administrativa pueda adoptar las medidas pertinentes para posibilitar tanto el ejercicio en libertad del derecho de los manifestantes, como la protección de derechos y bienes de titularidad de terceros, estando legitimada en orden a alcanzar tales objetivos a modificar las condiciones del ejercicio del derecho de reunión e incluso a prohibirlo, siempre que concurran los motivos que la Constitución exige, y previa la realización del oportuno juicio de proporcionalidad» (STC 66/1995, FJ 2).

De ahí que tempranamente ya hayamos sostenido que la falta de cumplimiento de este requisito constitucional podría dar lugar a «una defraudación de la potestad de prohibir que el art. 21.2 regula, posibilitando la actuación antijurídica, abusiva, e incluso al margen de la buena fe», por lo que «el único derecho de reunión que en lugar público se reconoce en el art. 21.2 es el que necesariamente se ha de ejercer comunicándolo previamente a la autoridad» (STC 36/1982, de 16 de junio, FJ 6; seguida también en STC 42/2000, de 14 de febrero, FJ 2).

Del mismo modo, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos considera que este tipo de requisitos –como la notificación previa– no representan un obstáculo para el derecho de reunión amparado por el art. 11 CEDH, al permitir conciliar su ejercicio con los derechos o intereses legales de terceros –incluida la libertad de movimiento–, o con el objetivo de prevenir desórdenes o conductas delictivas (SSTEDH de 7 de octubre de 2008, caso Eva Molnár c. Hungría, § 37; de 27 de enero de 2009, caso Samüt Karabulut c. Turquía, § 35; de 10 de julio de 2012, caso Berladir y otros c. Rusia, § 39 y 42, y de 15 de octubre de 2015, caso Kudrevićius y otros c. Lituania, § 147 y 148).

Por otra parte, en relación con la extemporaneidad de la resolución administrativa que imponga condiciones al ejercicio del derecho de reunión, hemos señalado que además de suponer –en todo caso– una infracción de la legalidad ordinaria, puede entrañar también una conculcación del derecho fundamental de reunión y tener, por tanto, trascendencia constitucional; así ocurre, por ejemplo, cuando ese retraso «responda a un ánimo dilatorio con el objetivo de impedir o entorpecer el ejercicio del derecho o cuando impida que los órganos judiciales se pronuncien con anterioridad a la fecha de celebración de la concentración programada por los organizadores» [STC 66/1995, FJ 2; seguida por SSTC 90/2006, de 27 de marzo, FJ 2 e), y 24/2015, de 16 de febrero, FJ 3].

e) El segundo requisito previsto en el art. 21.2 CE para poder limitar, modular e incluso prohibir el ejercicio del derecho de reunión consiste en que «existan razones fundadas de alteración del orden público, con peligro para personas o bienes». En cuanto al contenido del límite previsto, siguiendo la doctrina establecida en la ya citada STC 66/1995, FJ 3, la noción de orden público con peligro para personas o bienes «debe analizarse en el contexto del precepto constitucional del que forma parte, es decir, como límite del derecho fundamental de reunión en lugares de tránsito público»; y, desde esta perspectiva, «se refiere a una situación de hecho, el mantenimiento del orden en sentido material en lugares de tránsito público, no al orden como sinónimo de respeto a los principios y valores jurídicos y metajurídicos que están en la base de la convivencia social y son fundamento del orden social, económico y político». Asimismo, hemos precisado que la alteración del orden público «no es sinónimo de utilización de la violencia sobre personas o cosas por parte de quienes participan en las concentraciones […]. Si la cláusula "con peligro para personas o bienes" fuese sinónimo de reunión no pacífica no cabría otra alternativa que su prohibición, puesto que se trataría de una acción ajena o no integrada en el referido derecho» (STC 66/1995, de 8 de mayo, FJ 3).

Conforme a lo anteriormente expuesto, la posibilidad de prohibir la celebración de reuniones en lugares de tránsito público y manifestaciones exige que existan «razones fundadas» para concluir que se pueda producir una «situación de desorden material» en el lugar de tránsito público afectado [entre otras, SSTC 42/2000, de 14 de febrero, FJ 2; 284/2005, de 7 de noviembre, FJ 3, y 90/2006, de 27 de marzo, FJ 2 b)]. Por «razones fundadas» para prohibir una concentración se ha de entender que no basta «la mera sospecha o la posibilidad de que la misma produzca esa alteración, sino que quien adopta esta decisión debe poseer datos objetivos suficientes, derivados de las circunstancias de hecho concurrentes en cada caso, a partir de los que cualquier persona en una situación normal pueda llegar racionalmente a la conclusión, a través de un proceso lógico basado en criterios de experiencia, que la concentración producirá con toda certeza el referido desorden público –naturalmente, con toda la certeza o la seguridad que puede exigirse a un razonamiento prospectivo aplicado al campo del comportamiento humano–» (STC 66/1995, de 8 de mayo, FJ 3). Y por «desorden material» «el que impide el normal desarrollo de la convivencia ciudadana en aspectos que afectan a la integridad física o moral de personas o a la integridad de bienes públicos o privados» (STC 66/1995, de 8 de mayo, FJ 3).

En este sentido, las dificultades circulatorias o de tránsito público derivadas de la ocupación instrumental de las calzadas por el ejercicio de este derecho de reunión solo en supuestos muy concretos –como los que provoquen colapsos circulatorios que imposibiliten la prestación de servicios esenciales con incidencia en la seguridad de personas o bienes– podrá concluirse que conllevan una alteración del orden público con peligro para personas o bienes, y ello porque en una sociedad democrática el espacio urbano no es solo un ámbito de circulación, sino también un espacio de participación [SSTC 59/1990, de 29 de marzo, FJ 8; 66/1995, de 8 de mayo, FJ 3; 90/2006, de 27 de marzo, FJ 2 c), y 193/2011, de 12 de diciembre, FJ 4]. Incluso, hemos descartado que la reiteración en el ejercicio del derecho de reunión suponga, en sí misma, una alteración del orden público porque rompa el equilibrio de todos los derechos afectados (STC 24/2015, de 16 de febrero, FJ 4, y las sentencias allí citadas); sin perjuicio de que, en determinados casos –como puede suceder si se pretende la ocupación indefinida o excesivamente prolongada en el tiempo de un espacio–, se pueda condicionar motivadamente su ejercicio o prohibirlo llegado el caso (STC 193/2011, de 12 de diciembre, FJ 5, y las allí citadas).

En la misma línea se ha venido expresando el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, al considerar que cualquier manifestación en un lugar público es susceptible de causar un cierto desorden en el desarrollo de la vida cotidiana –incluida la obstaculización de la circulación– que en principio ha de ser tolerado con el fin de que el derecho de reunión no carezca de contenido, pero que no se justifica en todo caso, ni para toda molestia –como el bloqueo completo de las vías de circulación esenciales– [SSTEDH de 5 de marzo de 2009, caso Barraco c. Francia, § 43 y 48, y de 15 de octubre de 2015, caso Kudrevićius y otros c. Lituania, § 155, 170 y 173, y las allí citadas].

Si tras la ponderación de todas las circunstancias específicas concurrentes en la reunión que pretende llevarse a cabo, la autoridad competente concluye que efectivamente hay razones fundadas para prohibirla, deberá: «a) motivar la resolución correspondiente (STC 36/1982); b) fundarla, esto es, aportar las razones que le han llevado a la conclusión que de celebrarse se producirá la alteración del orden público proscrita; y, c) justificar la imposibilidad de adoptar las medidas preventivas necesarias para conjurar esos peligros y permitir el efectivo ejercicio del derecho fundamental» (SSTC 66/1995, de 8 de mayo, FJ 3, y 42/2000, de 14 de febrero, FJ 2). En todo caso, antes de prohibir el ejercicio del derecho fundamental, deberá la autoridad competente «proponer, aplicando criterios de proporcionalidad, las modificaciones de fecha, lugar o duración al objeto de que la reunión pueda celebrarse, pues solo podrá prohibirse la concentración en el supuesto de que, por las circunstancias del caso, estas facultades de introducir modificaciones no puedan ejercitarse» (STC 42/2000, de 14 de febrero, FJ 2). Y si aun así persisten dudas sobre la producción de efectos indeseados para el orden público, «una interpretación sistemática del precepto constitucional lleva a la necesaria aplicación del principio de favor libertatis y a la consiguiente imposibilidad de prohibir la realización de la concentración» (STC 66/1995, de 8 de mayo, FJ 3).

Existe también la posibilidad de prohibir las reuniones o manifestaciones cuando en el transcurso de las mismas se produzca una vulneración de los límites señalados. En estos casos, la extralimitación en su ejercicio sitúa al participante en la concentración al margen del derecho fundamental de reunión. Es por ello que «la autoridad pueda adoptar, dentro del ámbito del principio de proporcionalidad, las medidas que considere necesarias para el mantenimiento de dicho orden, evitando el citado peligro para personas, bienes o valores constitucionales. De ahí que la legitimidad constitucional de estas medidas dependa de que exista el presupuesto de hecho que habilita su adopción: que los participantes en la manifestación hayan transgredido los límites del derecho de reunión o que no hayan cumplido con el deber previo de comunicación. Por ello, en el caso de que sea necesario, la acreditación de la concurrencia de estas circunstancias corresponderá a la autoridad que exige el respeto de los referidos límites (STC 56/1990, de 29 de marzo, FFJJ 6 y 9)» (STC 42/2000, FJ 2).

En sentido similar, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos viene interpretando el término «restricciones» –interferencias– del derecho de reunión ex art. 11 CEDH, en cuanto incluye medidas adoptadas antes o durante el desarrollo de la manifestación, e incluso las de carácter sancionador adoptadas posteriormente [SSTEDH 26 de abril de 1991, caso Ezelin c. Francia, § 39; de 3 de octubre de 2013, caso Kasparov y otros c. Rusia, § 84; 12 de junio de 2014, caso Primov y otros c. Rusia, § 93, y de 31 de julio de 2014, caso Nemtsov c. Rusia, § 73). Y ante cualquier restricción del derecho de reunión, efectúa un test en tres niveles sobre su conformidad: previsión de la medida limitadora en la ley; fin o fines legítimos de la restricción (protección de derechos o intereses); y necesidad de la medida en una sociedad democrática, como necesidad social imperiosa, para el logro del fin o fines pretendidos [SSTEDH de 11 de abril de 2013, caso Vyerentsov c. Ucrania, § 51, y de 15 de octubre de 2015, caso Kudrevićius y otros c. Lituania, § 102].

C) Expuesta, en sus rasgos esenciales, nuestra doctrina sobre el derecho de reunión (art. 21 CE), iniciaremos nuestro examen por las quejas planteadas en relación con el art. 36.2 LOPSC que tipifica como infracción grave:

«La perturbación grave de la seguridad ciudadana que se produzca con ocasión de reuniones o manifestaciones frente a las sedes del Congreso de los Diputados, el Senado y las asambleas legislativas de las comunidades autónomas, aunque no estuvieran reunidas, cuando no constituya infracción penal.»

Entienden los recurrentes que el precepto incurre en una restricción injustificada del derecho fundamental de reunión y manifestación (art. 21 CE), por un doble motivo: por una parte, el bien jurídico cuya tutela se pretende carece de justificación, puesto que la finalidad de garantizar la independencia e inviolabilidad de la actividad parlamentaria, ex art. 77 CE, alcanza su sentido solo cuando las Cámaras legislativas estén reunidas. Y, por otra parte, su aplicación no exige el cumplimiento de los límites previstos específicamente en el art. 21.2 CE, ya que la simple ausencia de la previa comunicación genera «la perturbación grave de la seguridad ciudadana».

La abogacía del Estado rechaza que el tipo infractor incurra en indefinición y sostiene que el bien jurídico tutelado son tanto los edificios o sedes parlamentarias por su especial significación institucional, como la propia actividad parlamentaria. Es por ello que su aplicación procede cuando se produzcan ciertos desórdenes públicos ante las sedes parlamentarias susceptibles de dificultar o perturbar el legítimo ejercicio de sus funciones, sin llegar al resultado de impedirlo o representar un intento de invasión de las mismas.

Conforme a estas alegaciones, la presente impugnación se sitúa en el ámbito de cuáles sean las restricciones del derecho de reunión que resultan constitucionalmente admisibles. Resolver sobre esta cuestión controvertida exige (a) examinar a qué valores constitucionales sirve el ejercicio del derecho de reunión y manifestación frente a las sedes parlamentarias, (b) definir el significado de la previsión legal de restricción de ese derecho fundamental que regula el art. 36.2 LOPSC; (c) verificar a qué fines legítimos constitucionalmente se orienta esa limitación y si es idónea para lograrlo; y, en fin, (d) comprobar si el art. 36.2 LOPSC persigue dichos fines de un modo proporcionado.

a) Sobre la cuestión inicial, procede reiterar que el espacio urbano no es solo un ámbito de circulación, sino también un espacio de participación [SSTC 66/1995, de 8 de mayo, FJ 3, y 193/2011, de 12 de diciembre, FJ 4]. Cabe añadir que desde la óptica de la participación democrática, que es la relevante para el derecho de reunión, las distintas demarcaciones del espacio urbano no tienen por qué resultar indiferentes para los organizadores de una reunión, los cuales pueden preferir unas ubicaciones a otras por adecuarse en mayor medida a la efectividad del mensaje que se proponen transmitir.

Como el tribunal ha declarado, el «lugar de concentración» reviste importancia central en la configuración del derecho de reunión, «ya que está íntimamente relacionado con el objetivo de publicidad de las opiniones y reivindicaciones perseguido por los promotores por lo que ese emplazamiento condiciona el efectivo ejercicio del derecho. En realidad, en ciertos tipos de concentraciones el lugar de celebración es para los organizadores la condición necesaria para poder ejercer su derecho de reunión en lugares de tránsito público, puesto que del espacio físico en el que se desenvuelve la reunión depende que el mensaje que se quiere transmitir llegue directamente a sus destinatarios principales» (por todas, STC 66/1995, de 8 de mayo, FJ 3).

Las zonas que se ubican frente a las sedes parlamentarias son lugares que los convocantes de una reunión o manifestación pueden considerar particularmente idóneos para el ejercicio del derecho de reunión en lugar de tránsito público y de manifestación por dos motivos bien diferenciados.

El primero se conecta con la función del órgano legislativo y adquiere relevancia cuando se halla reunido en alguna de sus composiciones. Quienes convoquen la reunión pueden juzgar necesario realizarla ante la sede del órgano legislativo y en tiempo en que esté funcionando en alguna de sus composiciones, al entender que expresar sus reivindicaciones en ese lugar y en ese tiempo es la vía más apropiada para que «el mensaje que quieren transmitir llegue directamente a sus destinatarios principales» (por todas, STC 66/1995, de 8 de mayo, FJ 3). Si este fuese el único argumento que pudiera motivar que los organizadores escogieran desarrollar la reunión frente a las sedes parlamentarias, solo podrían hacer valer esta preferencia locativa mientras las Cortes estuviesen operativas en una u otra de sus modalidades de actuación.

Ahora bien, esta no es la única explicación que, conforme a la comunicación de ideas y reivindicaciones a que sirve el art. 21 CE, puede guiar a los organizadores a localizar la reunión ante sedes parlamentarias. Hay un segundo motivo para adoptar esta decisión, que se desliga de la actividad de las Cortes y se relaciona más bien con su especial valor institucional. El órgano legislativo, aunque no esté albergando actos parlamentarios, conserva intacta su alta relevancia institucional y este dato puede constituir justificación suficiente que conduzca a los organizadores a preferir este lugar frente a cualquier otro para realizar un ejercicio concreto del derecho de reunión o manifestación.

El Tribunal concluye, a partir lo dicho, que el sentido propio del derecho ex art. 21 CE permite a los organizadores de reuniones o manifestaciones optar por celebrarlas frente a las sedes parlamentarias, ya esté operando en ese momento alguno de sus órganos, ya se hallen inactivas. El art. 21 CE se opone, en principio, a que la autoridad prohíba tales reuniones por el mero hecho de estar destinadas a tener lugar frente a las sedes parlamentarias. Solo podrá prohibirlas en caso de que razone que una concreta reunión de este tipo presente circunstancias específicas que razonable y proporcionadamente justifiquen la restricción del derecho fundamental reconocido en el art. 21 CE.

También expresa este criterio la STEDH de 27 de noviembre de 2012, caso Sáska c. Hungría, § 21 a 23, que examinó la prohibición de una reunión frente al Parlamento en un día en que ninguna de sus formaciones orgánicas tenía agendada actividad. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos afirmó (i) que el derecho de reunión incluye el derecho de elegir hora, lugar y modalidades de la reunión, dentro de los límites del art. 11.2 CEDH; y (ii) que la única razón que la policía expresó para prohibir la reunión (a saber, que se afectaría a las labores de los parlamentarios) no constituía una restricción del derecho de reunión que fuese necesaria en el caso concreto, pues el día programado al efecto el Parlamento no registraba actividad alguna de sus órganos.

Este pronunciamiento del Tribunal Europeo de Derechos Humanos reconoce el valor simbólico de la sede parlamentaria al estimar justificado que los organizadores escojan ese lugar para sus reuniones públicas aunque el Parlamento no esté reunido. Sin embargo, la restricción del derecho de reunión que en esa sentencia se enjuicia no consistía en la previsión de un tipo infractor ligado a la alteración grave de la seguridad ciudadana con ocasión de reuniones ante el Parlamento. Por tanto, la ponderación allí realizada no prejuzga el enjuiciamiento que ahora se nos demanda acerca de si el límite para el derecho de reunión que conlleva art. 36.2 LOPSC es constitucional, cuestión que examinamos a continuación.

b) El derecho de reunión comprende el de elegir el lugar de su ejercicio y especialmente el de decidir ejercerlo ante sedes parlamentarias (STEDH, caso Sáska c. Hungría, § 21). Pero este derecho no es ilimitado. Requiere que se comunique a la autoridad, que se desarrolle según las alteraciones razonablemente necesarias que la autoridad señale y que con ocasión de su ejercicio no se perturbe la seguridad ciudadana. La reunión frente a las sedes parlamentarias que desconozca estos límites supondrá que el ejercicio del derecho sea irregular (pudiendo las autoridades actuar proporcionadamente para restablecer la legalidad), pero no necesariamente que constituya una infracción administrativa. Dichas reuniones ante las sedes parlamentarias solo resultarán sancionables cuando, con ocasión de ellas, se realicen conductas que la norma ha calificado expresamente de infracción.

El art. 36 LOPSC tipifica como infracción grave de un modo genérico la producción de desórdenes en la vía pública (apartado 3) y la obstrucción que pretenda impedir a autoridades y empleados públicos el ejercicio legítimo de sus funciones (apartado 4). Contrasta con ese carácter genérico de los arts. 36.3 y 36.4 LOPSC la previsión contenida en el art. 36.2 LOPSC, pues en este último precepto se tipifica de un modo específico la perturbación grave de la seguridad ciudadana que se produzca con ocasión de reuniones o manifestaciones frente a sedes parlamentarias.

El legislador, mediante este recurso al principio de especialidad, atiende de un modo particular a la singular importancia que reviste en un Estado democrático el derecho de convocar reuniones o manifestaciones frente a las sedes parlamentarias, cuyo ejercicio pudiera resultar indebidamente desalentado si se estableciese como infracción grave la producción de cualesquiera desórdenes acaecidos con motivo de las referidas reuniones o manifestaciones. El art. 36.2 LOPSC evita este efecto desaliento al tipificar como tal infracción únicamente las conductas que, con ocasión de las mencionadas reuniones o manifestaciones, den lugar a una perturbación grave de la seguridad ciudadana, previsión que comprende las actuaciones o comportamientos que dañan de un modo intenso a personas o bienes (o que entrañan un riesgo agravado de que se produzca ese resultado lesivo), así como las que obstruyen sensiblemente el funcionamiento de los órganos legislativos.

El art. 36.2 LOPSC, además, excluye de su ámbito de aplicación aquellas perturbaciones graves de la seguridad ciudadana que sean constitutivas de infracción penal. Con el fin de garantizar la inviolabilidad de las Cortes Generales y de sus miembros consagrada en el art. 66.3 CE [por todas, STC 123/2017, de 2 de noviembre, FJ 2 B) c)], el art. 494 CP sanciona la conducta de quienes promuevan o presidan manifestaciones o reuniones ante las sedes legislativas, cuando estén reunidas, «alterando su normal funcionamiento»; el art. 77.1 CE prohíbe que las Cámaras puedan recibir peticiones directas por manifestaciones ciudadanas; y los arts. 495 y 498 CP tipifican como delitos, respectivamente, el intento de penetrar en las sedes legislativas «para presentar en persona o colectivamente peticiones», o el empleo de violencia o intimidación para impedir a sus miembros «asistir a sus reuniones», coartar «la libre manifestación de sus opiniones o la emisión de su voto».

c) El art. 36.2 LOPSC, en tanto que prevé un tipo infractor que se realiza con ocasión de una reunión o manifestación, constituye una restricción legal para el ejercicio de este derecho [SSTEDH de 26 de abril de 1991, caso Ezelin c. Francia, § 39, y de 31 de julio de 2014, caso Nemtsov c. Rusia, § 73]. Será una restricción constitucional si se orienta a la realización de un fin legítimo y la medida que contiene es idónea para alcanzar ese fin.

Las sedes parlamentarias, como se adelantó en el epígrafe a), revisten una doble transcendencia que las hace dignas de protección jurídica. Por un lado, albergan el desenvolvimiento efectivo de las funciones representativas por medio del funcionamiento del órgano legislativo en sus distintas formas y composiciones. Por otro lado, resulta inherente a ellas, incluso cuando están inactivas, su carácter de representación institucional de la voluntad popular, de modo que constituyen un símbolo del más alto valor constitucional.

Este tribunal aprecia, atendiendo a esa doble relevancia de las sedes parlamentarias, que el art. 36.2 LOPSC se orienta a evitar que la perturbación grave de la seguridad ciudadana con ocasión de reuniones o manifestaciones ante las instituciones parlamentarias (i) impida el normal funcionamiento del órgano parlamentario en sus distintas formas y composiciones o (ii) produzca una desconsideración del símbolo encarnado en las sedes parlamentarias que razonablemente pueda coadyuvar por sí misma, o mediante la incitación de otras conductas, a que se ponga en riesgo la tranquilidad y convivencia ciudadanas [art. 3 c) LOPSC] o a que, de un modo más general, se condicione a otros ciudadanos el libre ejercicio de sus derechos y libertades reconocidos por el ordenamiento jurídico [art. 3 a) LOPSC].

Establecer como conducta sancionable la perturbación grave de la seguridad ciudadana en las circunstancias indicadas por el art. 36.2 LOPSC constituye una medida idónea para el logro efectivo de los dos fines legítimos a que ese precepto legal sirve. Que el art. 36.2 LOPSC prevea que esta infracción también se consuma cuando la referida conducta tiene lugar sin estar reunidos los órganos parlamentarios no altera este juicio de idoneidad, pues se trata de una medida eficaz para la realización efectiva del segundo de los fines que hemos declarado que persigue este precepto legal, dado que los órganos legislativos que albergan las sedes parlamentarias tienen una especial significación institucional e incorporan un valor simbólico que está plenamente vigente aun en los momentos en que ninguna de sus composiciones está reunida.

d) El art. 36.2 LOPSC para realizar con efectividad los dos fines legítimos indicados –normal funcionamiento de las Cortes y preservación de su especial significación institucional– tipifica como infracción la perturbación grave de la seguridad ciudadana cuando se produce en las circunstancias ya reseñadas. Esta medida, por tanto, solo convierte en sancionable las conductas que, con ocasión de las mencionadas reuniones, dañen de un modo intenso a personas o bienes (o entrañen un riesgo agravado de que se produzca ese resultado lesivo), así como las que obstruyan sensiblemente el funcionamiento de los órganos legislativos.

Este Tribunal concluye, a partir de estas consideraciones, que la previsión contenida en el art. 36.2 LOPSC es constitucional, pues el valor cualificado cuya garantía se pretende por la Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana no se difumina, si consideramos que el precepto, además, contiene dos bienes jurídicos, por estar encaminados a proteger, de un lado, la especial significación institucional que tienen las cámaras legislativas, de fundamental relevancia en un Estado de Derecho y, de otro, el normal funcionamiento de estos órganos parlamentarios.

Ello también lleva consigo la plena constitucionalidad del apartado segundo, en su integridad, comprendiendo los términos «aunque no estuvieren reunidas».

En suma, en este caso, no se desincentiva el ejercicio del derecho de reunión (art. 21 CE) y se salvaguarda el normal funcionamiento de los órganos legislativos.

D) El art. 37.1 LOSPC, en el que se tipifica una infracción leve, ha sido impugnado, en conexión con el art. 30.3 que define quiénes se considerarán organizadores o promotores a los efectos de esta ley. El texto de las disposiciones cuestionadas es el siguiente:

«Artículo 37. Infracciones leves.

1. La celebración de reuniones en lugares de tránsito público o de manifestaciones, incumpliendo lo preceptuado en los artículos 4.2, 8, 9, 10 y 11 de la Ley Orgánica 9/1983, de 15 de julio, cuya responsabilidad corresponderá a los organizadores o promotores».

«Artículo 30. Sujetos responsables.

[…]

3. A los efectos de esta Ley se considerarán organizadores o promotores de las reuniones en lugares de tránsito público o manifestaciones las personas físicas o jurídicas que hayan suscrito la preceptiva comunicación. Asimismo, aun no habiendo suscrito o presentado la comunicación, también se considerarán organizadores o promotores quienes de hecho las presidan, dirijan o ejerzan actos semejantes, o quienes por publicaciones o declaraciones de convocatoria de las mismas, por las manifestaciones orales o escritas que en ellas se difundan, por los lemas, banderas u otros signos que ostenten o por cualesquiera otros hechos pueda determinarse razonablemente que son directores de aquellas».

Los reproches que se formulan al art. 37.1 LOPSC no pueden analizarse de forma aislada, sino atendiendo a lo previsto en el art. 30.3 LOPSC. Los recurrentes derivan de ambas disposiciones una restricción desproporcionada del derecho de reunión en una sociedad democrática. La razón es que se podrá sancionar a aquellos ciudadanos que simplemente hayan tomado parte en una concentración pacífica espontánea o que no haya sido previamente comunicada. Esta solución colisionaría con la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en cuanto al tratamiento a las manifestaciones pacíficas no comunicadas.

El abogado del Estado manifiesta que el precepto, conforme al principio de legalidad sancionadora (art. 25.1 CE), tiene por objeto precisamente sancionar la celebración de reuniones en lugares de tránsito público o manifestaciones, sin comunicación previa a la autoridad competente, requisito este de orden constitucional (art. 21.2 CE), lo que sitúa al organizador o promotor al margen del derecho fundamental de reunión. Rechaza, asimismo, las quejas contra el art. 30.3 LOPSC, defendiendo la mayor precisión que el precepto aporta al tipo infractor, al sustituir el término «inspiradores» por el de «directores» de las reuniones o manifestaciones.

a) El art. 37.1 LOPSC tipifica el incumplimiento por las reuniones y manifestaciones de los requisitos legales previstos en la Ley Orgánica reguladora del derecho de reunión, a la que, de este modo, viene a dotar de un respaldo sancionador. En concreto, se castiga la no adopción de medidas para garantizar el buen orden, cuya responsabilidad compete a los organizadores o promotores (art. 4.2); la omisión del deber de comunicación previa (art. 8), o no ajustar el escrito de comunicación previa al contenido determinado en la Ley (art. 9); llevar a cabo la reunión o manifestación pública contradiciendo lo dispuesto por la autoridad gubernativa en su resolución, positivamente –cuando no se ajusta a lo comunicado– o negativamente, si ha sido prohibida o se han modificado algunos de sus elementos (art. 10) o a lo acordado por la autoridad judicial (art. 11). Se sancionan, por tanto, las manifestaciones o reuniones no comunicadas; las comunicadas que no se ajustan al contenido comunicado o a las modificaciones introducidas por la autoridad competente y las prohibidas por la autoridad gubernativa.

El precepto se fundamenta en hechos objetivos y fácilmente constatables que ofrecen certeza a los ciudadanos para conocer de antemano el ámbito proscrito, alejándose de formulaciones abiertas, vagas o imprecisas, por lo que satisface el canon de la previsibilidad (STC 169/2001, de 16 de julio, FJ 6, y STEDH de 15 de octubre de 2015, caso Kudrevićius y otros c. Lituania, § 108 y 109). Por ello, desde el punto de vista del principio de taxatividad (art. 25.1 CE) y de seguridad jurídica (art. 9.3 CE), ningún reproche de inconstitucionalidad cabe hacer al tipo infractor del art. 37.1 LOPSC.

Del mismo modo, el precepto per se tampoco supone una limitación injustificada o desproporcionada del derecho de reunión, ni provoca un efecto desalentador de su ejercicio. Como hemos declarado, estamos ante un derecho fundamental cuyo ejercicio «se impone por su eficacia inmediata y directa», y, en este sentido, el cuestionado precepto de la Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana enlaza con la posibilidad de que las autoridades competentes adopten las medidas necesarias y proporcionadas para lograr un equilibrio entre la protección de los derechos y bienes de terceros y el ejercicio en libertad del derecho de manifestación (STC 66/1995, de 8 de mayo, FJ 2). Sin embargo, los recurrentes focalizan sus quejas en un incumplimiento concreto de la Ley Orgánica reguladora del derecho de reunión y para un caso concreto: a saber, sancionar las manifestaciones pacíficas no comunicadas, lo que implica cuestionar o matizar la exigencia del requisito del «deber de comunicación previa» en estos supuestos; invocando además una eventual colisión con la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

Nuestra doctrina sobre el deber de comunicación previa ya ha sido expuesta en el apartado B), letra d) de este mismo fundamento jurídico, y a ella nos remitimos para evitar reiteraciones innecesarias. También allí nos hicimos eco de la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que no ve en la exigencia de una «notificación previa» un obstáculo para el derecho de reunión ex art. 11 CEDH. Pero ante las alegaciones de los recurrentes, es necesario examinar la posición del Alto Tribunal europeo en lo que atañe a la exigencia de este requisito en relación con las manifestaciones pacíficas no comunicadas o espontáneas.

El Tribunal Europeo de Derechos Humanos entiende, en clara sintonía con nuestra doctrina, que el requisito de la «notificación previa» no invade la esencia del derecho de reunión, siempre que su finalidad sea permitir a las autoridades garantizar el buen orden de su desarrollo, mediante la adopción de medidas razonables y adecuadas (SSTEDH de 23 de octubre de 2008, caso Sergey Kuznetsov c. Rusia § 42, y de 12 de junio de 2014, caso Primov y otros c. Rusia, § 117). Ya que los Estados tienen derecho a exigir una notificación previa, estos también pueden imponer sanciones a quienes participen en una manifestación que no haya cumplido con este requisito, siempre que la sanción esté prevista en ley y sea proporcionada (STEDH Kudrevićius y otros c. Lituania, § 148 y 149, y las allí citadas). No obstante, la ausencia de notificación previa y la consiguiente ilegalidad de la manifestación no da carta blanca a las autoridades, las cuales siguen estando constreñidas por el principio de proporcionalidad derivado del art. 11 CEDH (STEDH Primov y otros c. Rusia, § 119); dicho de otro modo, por la necesidad de realizar, en cada caso, un juicio de proporcionalidad, atendiendo, entre otros, al interés público que estaba en juego y al riesgo que representaba la celebración de la reunión o manifestación (STEDH Kudrevićius y otros c. Lituania, § 151).

Al enjuiciar las manifestaciones no comunicadas –manifestaciones «ilegales» frente a manifestaciones «prohibidas»– (STEDH Kudrevićius y otros c. Lituania, § 149), el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha venido demandando a las autoridades nacionales un cierto grado de tolerancia hacia las mismas en función de las especiales circunstancias que en cada caso concurran. Circunstancias tales como la ausencia de riesgos para la seguridad o de desórdenes públicos (STEDH de 24 de julio de 2012, caso Fáber c. Hungría, § 47), los niveles mínimos de ruidos o molestias ocasionados (STEDH de 15 de noviembre de 2018, caso Navalnyy c. Rusia, § 129 y 130), o la duración y alcance de la perturbación pública (STEDH de 5 de enero de 2016, caso Frumkin c. Rusia, § 97). En el concreto caso de las manifestaciones pacíficas espontáneas o no comunicadas, el Tribunal Europeo ha ido clarificando su jurisprudencia, la cual se puede sintetizar en los siguientes extremos: i) la ausencia de notificación previa puede no ser suficiente para justificar una restricción del derecho de reunión, siempre que concurran especiales circunstancias y los participantes no hayan realizado ninguna conducta ilegal (SSTEDH de 17 de julio de 2007, caso Bukta y otros c. Hungría, § 36, y de 14 de octubre de 2014, caso Yilmaz Yildiz y otros c. Turquía, § 42 y 45); ii) las especiales circunstancias han sido concretadas en la existencia de un evento o acontecimiento político actual, siendo además la manifestación necesaria para dar una respuesta inmediata al mismo (STEDH Kudrevićius y otros c. Lituania, § 155).

A la vista de la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos expuesta y, en sintonía con nuestra doctrina, debemos rechazar las tachas de inconstitucionalidad alegadas por los recurrentes. La exigencia de la previa comunicación a la autoridad competente no supone una interferencia o restricción desproporcionada del derecho de reunión; y tampoco lo supone que su ausencia sea susceptible de ser sancionada mediante una infracción tipificada en la ley y proporcionada, como se desprende de su carácter leve. Ello no exime a las autoridades de realizar en la aplicación del tipo infractor el oportuno juicio de proporcionalidad a los efectos de salvaguardar y no desincentivar el ejercicio del derecho de reunión (STC 66/1995, FJ 2), y con mayor razón en algunos casos, como los de las manifestaciones espontáneas, atendiendo a las circunstancias concurrentes, como respuesta inmediata a un evento político actual, ausencia de conductas ilegales o riesgo efectivo para la seguridad ciudadana.

Respecto a dicho planteamiento, cumple ahora recordar que la eventualidad de un uso desviado de la norma no puede servir de fundamento para su anulación. Como señaló la STC 238/2012, de 13 de diciembre, FJ 7, «"la mera posibilidad de un uso torticero de las normas no puede ser nunca en sí misma motivo bastante para declarar la inconstitucionalidad de estas, pues aunque el Estado de Derecho tiende a la sustitución del gobierno de los hombres por el gobierno de las leyes, no hay ningún legislador, por sabio que sea, capaz de producir leyes de las que un gobernante no pueda hacer mal uso" (STC 58/1982, de 27 de julio, FJ 2, en el mismo sentido SSTC 132/1989, de 18 de julio, FJ 14; 204/1994, de 11 de julio, FJ 6; 235/2000, de 5 de octubre, FJ 5, y 134/2006, de 27 de abril, FJ 4)» [en el mismo sentido, STC 42/2018, de 26 de abril, FJ 5 b)].

b) Ahora bien, la tacha formulada a la infracción administrativa examinada deriva de su lectura conjunta con el art. 30.3 LOPSC, pues la responsabilidad por dicha infracción se atribuye a quienes sean los organizadores o promotores del acto público reivindicativo (lo mismo ocurre en el supuesto previsto en el art. 35.1, párrafo segundo, LOPSC, que no ha sido, sin embargo, objeto de impugnación), lo que a juicio de los recurrentes permite extender la sanción a cualquier persona que participe en la reunión pacífica no comunicada. Antes de examinar el precepto, debemos destacar que la figura del promotor u organizador no resulta ajena a nuestro ordenamiento jurídico. Además de en las normas precedentes en materia de seguridad ciudadana, ya se contemplaba en la Ley reguladora del derecho de reunión, en cuyo art. 4 se entra a regular la responsabilidad subsidiaria de los organizadores o promotores frente a los daños que los participantes en ellas puedan causar a terceros, a los solos efectos civiles. E igualmente, en el ámbito penal, en relación con los delitos de reuniones y manifestaciones ilícitas se prevé la responsabilidad de quienes las «promuevan, dirijan o presidan» (arts. 494 y 495.2 CP), los «promotores o directores» o los que «no hayan tratado de impedir por todos los medios a su alcance» que concurran personas portando armas (art. 514.1 y 5 CP), considerándose, a tales efectos, los que «las convoquen o presidan» (art. 514.1 in fine CP).

El art. 30.3 identifica los sujetos responsables de las reuniones o manifestaciones en su calidad de «organizadores» o «promotores», partiendo de la regla general prevista en el apartado 1: la responsabilidad por las infracciones cometidas «recaerá directamente en el autor del hecho»; esto es, solamente el que realiza la acción tipificada como infracción podrá ser sancionado. La delimitación de la figura de promotor u organizador se hace a través de un doble criterio: i) uno objetivo y expreso, que comprende a las personas físicas o jurídicas que hayan suscrito la comunicación previa; ii) otro funcional, que presume esa condición en quienes las presiden, dirigen o ejercen actos semejantes, o quienes por un conjunto de hechos pueda determinarse razonablemente que son sus directores; y a tales efectos, con un afán meramente ejemplificativo, se citan las publicaciones o declaraciones de convocatoria, las manifestaciones orales o escritas que se difundan, los lemas, banderas u otros signos.

El precepto impugnado, lejos de suponer una ampliación de la responsabilidad sancionadora, como sostienen los recurrentes, implica un acotamiento o restricción de la misma. La infracción prevista en el art. 37.1 LOPSC solamente podrá ser cometida, no por quienes simplemente participen en esas reuniones o manifestaciones no comunicadas, sino por los que tengan la consideración de promotores y organizadores. Pero, además, no es suficiente con tener objetivamente esta condición o que la misma se pueda deducir razonablemente de alguno de los hechos que recoge la norma u otros de similar naturaleza, ya que además se han de cumplir, como no puede ser de otro modo, las exigencias derivadas del principio de culpabilidad.

Como hemos reiterado, en el ámbito del Derecho administrativo sancionador rige el principio de culpabilidad «que excluye la imposición de sanciones por el mero resultado y sin atender a la conducta diligente» del presunto sujeto responsable [STC 76/1990, de 26 de abril, FJ 4 A)]. Al principio de culpabilidad se anuda asimismo la proscripción de la responsabilidad sin culpa o responsabilidad objetiva, lo que, además de exigir la presencia de dolo o culpa, conlleva también la necesidad de determinar la autoría de la acción o de la omisión sancionable; y el principio de personalidad de las penas o sanciones, lo que significa la responsabilidad personal por hechos propios y no ajenos (STC 185/2014, de 6 de noviembre, FJ 3, y las sentencias allí citadas).

A la vista de lo expuesto, los promotores u organizadores de reuniones o manifestaciones que se integren en el tipo previsto en el art. 37.1 LOPSC solamente podrán ser sancionados si en el caso concreto han incurrido en dolo o culpa (art. 28.1 de la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de régimen jurídico del sector público). Y, además, su responsabilidad se limitará, solo y exclusivamente, al hecho de que sean celebradas incumpliendo los requisitos previstos en la Ley reguladora del derecho de reunión, y no incluirá todo lo que suceda en esas reuniones o manifestaciones, ni todo lo que haga cada uno de los participantes en ellas. Los organizadores o promotores quedarán exonerados de responsabilidad por hechos ajenos si se prueba que no pudieron impedir la comisión de ciertos hechos a pesar de emplear la diligencia que era exigible; grado de diligencia que ha de ser interpretado, en estos casos, de forma que no dificulte en exceso el ejercicio del derecho de reunión.

Los razonamientos precedentes permiten concluir que los arts. 37.1 y 30.3 LOPSC no merecen tacha de inconstitucionalidad alguna.

E) Igualmente, por incurrir en una restricción injustificada y desproporcionada del derecho fundamental de reunión, se recurre la infracción leve tipificada en el art. 37.3 LOPSC, que reza así: «El incumplimiento de las restricciones de circulación peatonal o itinerario con ocasión de un acto público, reunión o manifestación, cuando provoquen alteraciones menores en el normal desarrollo de los mismos».

Las simples «alteraciones menores» en el desarrollo de un acto público, reunión o manifestación difícilmente pueden justificar, según los grupos parlamentarios recurrentes, la obstaculización del libre ejercicio del derecho de reunión. Las autoridades públicas han de optar siempre por una interferencia mínima, reducida a lo imprescindible, para proteger los derechos en eventual conflicto.

El abogado del Estado conecta el tipo infractor con el deber de comunicación previa (art. 21 CE), y el incumplimiento de las condiciones de celebración fijadas por la autoridad competente; incumplimiento que, una vez constatado, apodera a la administración para imponer una sanción que, a su juicio, resulta proporcionada y razonable. Y extiende la aplicación del tipo infractor a quienes, no participando en la manifestación o reunión, provocan esas alteraciones, operando, de este modo, como una protección del derecho fundamental.

El precepto impugnado tiene como objeto proteger el «normal desarrollo» de actos públicos, reuniones o manifestaciones legales o no prohibidas, en dos aspectos relevantes para su correcto desenvolvimiento –y también para el libre ejercicio de derechos de terceros no participantes–, a saber: las restricciones de circulación peatonal y/o el itinerario que se derivan de la comunicación previa o han sido fijadas, en su caso, por la autoridad competente. Una vez que se han acordado las condiciones de celebración del acto, reunión o manifestación, se establece el correspondiente dispositivo de seguridad tanto por parte de los organizadores como por las fuerzas y cuerpos de seguridad. El precepto sanciona el incumplimiento de ciertas incidencias de entidad menor en los citados aspectos: afectación al tráfico o a la movilidad peatonal. De este modo, el tipo infractor será aplicable a los participantes del acto, reunión o manifestación que incurran en dicha conducta, con exclusión de los organizadores o promotores para los que es de aplicación, en su caso, el ya examinado art. 37.1 LOPSC. Asimismo, también se aplicará a terceros no participantes que interfieran con su conducta en el desarrollo normal de los actos o reuniones públicas; siempre que no alcance el grado de perturbación sancionada como grave en el art. 36.8 LOSPC.

El art. 37.3 LOPSC define como infracción leve ciertos incumplimientos de las condiciones señaladas para compatibilizar el ejercicio del derecho de reunión con la efectividad de los derechos y libertades de terceros. En él se sancionan, por tanto, supuestos de extralimitación en el goce del derecho y no su ejercicio regular. Sin embargo, dado que la literalidad de la conducta infractora abarca cualesquiera alteraciones menores en el desarrollo de las reuniones o manifestaciones, este tribunal aprecia que el art. 37.3 LOPSC, así entendido, conllevaría que las personas individuales que tomasen parte en aquellas pudieran razonablemente retraerse en el ejercicio normal de su derecho, al temer que por cualquier circunstancia inesperada terminasen incurriendo en los incumplimientos contemplados en la norma sancionadora. Esta interpretación, al implicar un relevante efecto desaliento en el disfrute del derecho, convertiría al art. 37.3 LOPSC en inconstitucional.

Ahora bien, el principio de conservación de la ley hace necesario apurar todas las posibilidades de interpretar los preceptos de conformidad con la Constitución, siempre que se trate de atribuirle significados respetuosos tanto de la literalidad como del contenido de la norma cuestionada [por todas, STC 65/2020, de 18 de junio, FJ 2 b)].

Atendiendo a este principio, procede destacar que la interpretación sistemática del art. 37.3 CE ha de reparar de un modo principal en que establece una restricción de un derecho fundamental y en que se trata de un precepto de carácter sancionador, circunstancias ambas que obligan al intérprete a preferir, de entre las posibles, las lecturas de la norma que resulten más acordes con los principios de interpretación restrictiva y favor libertatis. Conforme a estos principios hermenéuticos, este tribunal entiende que el sintagma «cuando provoquen alteraciones menores» alude a aquellas que sean verdaderamente relevantes, en el sentido de presentar una determinada entidad y gravedad en la medida en que, por tratarse de un precepto del derecho administrativo sancionador, su aplicación debe ser el resultado de una interpretación restrictiva.

En cuanto a las personas que pueden hallarse incursas en este tipo infractor, sin perjuicio de la responsabilidad que, en su caso, pueda serles exigida a los promotores u organizadores, lo podrán ser los participantes a título individual en la reunión o manifestación que provoquen tales alteraciones sustanciales cuando les sean directamente imputables.

F) Se recurre, por último, el art. 37.7 LOPSC, en el que se establece como infracción leve lo siguiente:

«La ocupación de cualquier inmueble, vivienda o edificio ajenos, o la permanencia en ellos, en ambos casos contra la voluntad de su propietario, arrendatario o titular de otro derecho sobre el mismo, cuando no sean constitutivas de infracción penal. Asimismo la ocupación de la vía pública con infracción de lo dispuesto por la ley o contra la decisión adoptada en aplicación de aquella por la autoridad competente. Se entenderá incluida en este supuesto la ocupación de la vía pública para la venta ambulante no autorizada.»

Junto a la vulneración del derecho de reunión (art. 21 CE), los grupos parlamentarios recurrentes alegan también la del principio de taxatividad (art. 25.1 CE). En el caso de la ocupación de inmuebles o similares, por no concretar el propio término de «ocupación», ni precisar si ha de concurrir o no violencia o intimidación. En el supuesto de la ocupación de vía pública, por no precisar qué ley o norma de rango inferior se ha de infringir para que la conducta sea susceptible de sanción.

Rechaza el abogado del Estado el carácter indeterminado del término «ocupación», al considerar que en el tipo infractor se define la ocupación física contra la voluntad del propietario o titular del derecho patrimonial, agravándose, en su caso, la antijuridicidad de concurrir violencia. La protección del derecho de reunión –argumenta– no precisa de la conculcación del derecho de propiedad (art. 33 CE), y el condicionamiento de que no sean conductas constitutivas de delito, no es más que una manifestación del principio non bis in idem. Tampoco comparte la falta de claridad o indeterminación imputada a la sanción por ocupación de la vía pública, pues, en este caso, insiste el representante del Estado, estamos ante la ocupación, sin resistencia física, por una reunión o manifestación no comunicada o extralimitada en los términos previamente comunicados.

Con carácter previo al examen de las tachas de inconstitucionalidad, es necesario advertir que tiene razón la abogacía del Estado cuando afirma que nada argumentan en su demanda los recurrentes en relación con el inciso final del párrafo segundo del art. 37.7 LOPSC, que dice: «Se entenderá incluida en este supuesto la ocupación de la vía pública para la venta ambulante no autorizada». Como hemos mantenido, «cuando lo que está en juego es la depuración del ordenamiento jurídico, es carga de los recurrentes no solo la de abrir la vía para que el tribunal pueda pronunciarse, sino también la de colaborar con la justicia del tribunal en un pormenorizado análisis de las graves cuestiones que se suscitan. Es justo, pues, hablar […] de una carga del recurrente y en los casos en que aquella no se observe, de una falta de diligencia procesalmente exigible, que es la diligencia de ofrecer la fundamentación que razonablemente es de esperar (STC 11/1981, de 8 de abril, FJ 3, reiterada en las SSTC 43/1996, de 15 de abril, FJ 3; 36/1994, de 10 de febrero, FJ 1, y 61/1997, de 20 de marzo, FJ 13)», como subraya la STC 86/2017, de 4 de julio, FJ 2. Conforme a esa consolidada doctrina, este tribunal no puede valorar la queja que formulan los recurrentes al citado inciso final del párrafo segundo del art. 37.7 fundada en la violación de los arts. 21 y 25.1 CE, pues la impugnación así formulada aparece simplemente enunciada y no va acompañada de la necesaria fundamentación que permita abrir la vía para que el tribunal pueda pronunciarse sobre ella.

a) En el párrafo primero del art. 37.7 LOPSC, se sanciona que una determinada persona o grupo de personas «ocupen» cualquier inmueble, vivienda o edificio ajenos, o «permanezcan» en ellos, en ambos casos contra la voluntad del propietario o titular de cualquier otro derecho real inmobiliario, «cuando no sean constitutivas de infracción penal». De este modo, la delimitación de la infracción administrativa viene dada por tres elementos: i) la voluntad en contra del propietario o titular del derecho real afectado, que se erige en el factor determinante; ii) que no constituya infracción penal, esto es, que no se trate de una conducta constitutiva de delito de allanamiento de morada (art. 202.1 CP) o de domicilio de persona jurídica y establecimiento abierto al público (art. 203.1 y 2 CP), delito de usurpación (art. 245.2 CP), o del delito de desórdenes públicos con ocupación de domicilio de persona jurídica pública o privada (art. 557 ter.1 CP) y iii) la ausencia de violencia, pues de concurrir la misma daría entrada a las formas agravadas de los tipos penales señalados. El bien jurídico tutelado, en estos casos, sería la seguridad ciudadana concretada en la protección del ejercicio de derechos reconocidos por el ordenamiento jurídico [art. 3 a) LOPSC] y, para el caso de personas jurídico-públicas, en la protección de los bienes de dominio público [art. 3 f) LOPSC].

El derecho fundamental de reunión lo hemos configurado, en lo que aquí interesa, como un derecho de reunión pacífica y sin armas reconocido en el art. 21.1 CE; derecho de ejercicio colectivo, en cuanto manifestación de la libertad de expresión ejercitada a través de una asociación de personas (por todas, STC 85/1988, de 28 de abril, FJ 2, después seguida por otras muchas, entre ellas las SSTC 66/1995, de 8 de mayo, FJ 3, o la 193/2011, de 12 de diciembre, FJ 3). Así entendido, el derecho de reunión o manifestación no está necesariamente concernido por el tipo infractor objeto de impugnación. Y en aquellos supuestos en los que la ocupación pacífica bien sea el resultado final del inicial ejercicio legítimo del derecho de reunión o manifestación, o bien la forma de articularse en sí misma la concentración o manifestación –como puede suceder, por ejemplo, en el contexto de las relaciones de trabajo–, dado que la ocupación tiene lugar contra la voluntad del propietario o titular de otro derecho real, su sanción como infracción leve no parece que pueda ser considerada, a priori y ponderando las circunstancias que concurran en cada caso, como un límite desproporcionado que desincentive el ejercicio del derecho de reunión. Igualmente, nada se puede objetar al tipo infractor desde el punto de vista del principio de taxatividad (art. 25.1 CE).

b) Por el contrario, en el párrafo segundo del art. 37.7 LOPSC se sanciona la «ocupación de la vía pública» por una persona o grupo de personas en dos casos: i) por infracción de lo dispuesto por la ley y ii) contra la decisión adoptada en aplicación de aquella por la autoridad competente. Desde la perspectiva de la seguridad ciudadana nada se opone a la tipificación de infracciones encaminadas a asegurar la pacífica utilización de las vías y espacios destinados al uso y disfrute público. También resulta evidente que al amparo del derecho de reunión o manifestación se pueden producir ocupaciones temporales, más o menos intensas, de las calles o plazas de nuestras ciudades, sin que ello signifique que estemos ante un derecho de ejercicio ilimitado que no pueda ser objeto motivadamente de modulación, e incluso prohibición, para salvaguardar los derechos e intereses legales de terceros (SSTC 42/2000, de 14 de febrero, FJ 2, y 193/2011, de 12 de diciembre, FJ 3), como puede ocurrir ante una ocupación indefinida o excesivamente prolongada en el tiempo en un espacio (STC 193/2011, de 12 de diciembre, FJ 3, y las allí citadas).

Ahora bien, el uso de las vías públicas, en cuanto espacio de participación, alberga multitud de actividades que son expresión pacífica de la convivencia ciudadana, que aun siendo ajenas al ejercicio del derecho de reunión pueden estar vinculadas al ejercicio de otros derechos y libertades reconocidos en nuestra Constitución y en la ley. Es por ello que las eventuales limitaciones han de ser interpretadas con criterios restrictivos y en el sentido más favorable –principio de favor libertatis– a la eficacia y esencia de tales derechos (SSTC 159/1986, de 16 de diciembre, FJ 6; 254/1988, de 21 de diciembre, FJ 3; 3/1997, de 13 de enero, FJ 6; 88/2003, de 19 de mayo, FJ 9; 195/2003, de 4 de octubre, FJ 4; 281/2005, de 7 de noviembre, FJ 8; 110/2006, de 3 de abril, FJ 3, y 193/2006, de 19 de junio, FJ 5).

De otro lado, procede examinar el alegado desconocimiento por esta norma recurrida del principio de legalidad (art. 25 CE) y del de seguridad jurídica (art. 9.3 CE). Este tribunal ha destacado, como ya hemos señalado, que el principio de legalidad que tutela el art. 25 CE contiene una garantía formal –que protege la libertad estableciendo como necesario que el núcleo de la conducta sancionable se prevea en norma con rango legal– y una garantía material –que impone que las infracciones se definan de modo que resulte previsible el ámbito prohibido en aras del principio de seguridad jurídica– (por todas, SSTC 166/2012, de 1 de octubre, FJ 5, y 34/2013, de 14 de febrero, FJ 19).

El párrafo segundo del art. 37.7 LOPSC satisface la garantía formal del principio de legalidad sancionadora porque determina los elementos esenciales de la conducta antijurídica (por todas, STC 160/2019, de 12 de diciembre, FJ 2). Nótese, en primer lugar, que define la conducta infractora como (a) la ocupación de la vía pública siempre que (b) con ella se altere la seguridad ciudadana en alguna de las modalidades indicadas en el art. 4 LOPSC. Todos los tipos infractores previstos en la Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana, por razones de ubicación sistemática, se orientan a proteger los fines a los que sirve la seguridad ciudadana y que se establecen en el art. 4 LOPSC.

Además, la ocupación de la vía pública, para constituir conducta sancionable, debe realizarse «con infracción de lo dispuesto por la ley». Esta remisión a «lo dispuesto por la ley» va referida claramente por su literalidad a normas con rango legal, de suerte que las previsiones que se contengan en cada ley sectorial remitida concurren a complementar, también con rango legal, los elementos esenciales de la conducta antijurídica.

La garantía material del principio de legalidad presenta exigencias distintas. No basta con que se predetermine en una norma jurídica el núcleo de lo prohibido por el tipo infractor. Es necesario, además, que se defina la conducta infractora con la suficiente precisión como para que sea previsible el ámbito de lo prohibido. La doctrina constitucional tiene establecido que en esta determinación del tipo infractor suficientemente precisa para hacer posible la seguridad jurídica puede colaborar ampliamente la norma reglamentaria, lo que en este caso vendría referido, en principio, a las normas infralegales de desarrollo de la Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana o de cada ley sectorial remitida.

Sin embargo, como recordó la STC 162/2008, de 15 de diciembre, FJ 2, confiar genéricamente la predeterminación normativa suficiente a las normas reglamentarias «dificulta de tal modo el conocimiento de lo prohibido –al exigir la búsqueda de los reglamentos aplicables y de las normas que en ellos establecen obligaciones– que permite afirmar ya desde la norma de remisión que no queda salvaguardado suficientemente el valor de la seguridad jurídica al que sirve, entre otros, la proclamación del art. 25.1 CE».

El tribunal aprecia que el supuesto que enjuiciamos es claramente distinto. El párrafo segundo del art. 37.7 LOPSC prevé que solo será sancionable la ocupación de la vía pública «con infracción de lo dispuesto en la ley», término este último que alude a que la norma remitida debe tener rango de ley. Se trata de una norma sancionadora en blanco, cuyo núcleo esencial de prohibición se encuentra en la misma y que queda completado con la referencia a otras normas que deben tener rango legal, pues la colaboración normativa con la predeterminación suficiente del tipo infractor que garantice el principio de seguridad jurídica debe hallarse necesariamente en una disposición legal, con exclusión de los reglamentos que la desarrollen, lo que se lleva al fallo.

7. Infracciones vinculadas al uso de imágenes o datos personales o profesionales.

A) Los grupos parlamentarios impugnan el art. 36.23 LOPSC que sanciona el uso, sin autorización, de imágenes o datos de autoridades o miembros de las fuerzas y cuerpos de seguridad, en conexión con el art. 19.2 LOPSC que permite, a su juicio, el secuestro no judicial. Los preceptos cuestionados tienen el siguiente contenido:

«Artículo 36. Infracciones graves.

[…]

23. El uso no autorizado de imágenes o datos personales o profesionales de autoridades o miembros de las fuerzas y cuerpos de seguridad que pueda poner en peligro la seguridad personal o familiar de los agentes, de las instalaciones protegidas o en riesgo el éxito de una operación, con respeto al derecho fundamental a la información».

«Artículo 19. Disposiciones comunes a las diligencias de identificación, registro y comprobación.

[…]

2. La aprehensión durante las diligencias de identificación, registro y comprobación de armas, drogas tóxicas, estupefacientes, sustancias psicotrópicas u otros efectos procedentes de un delito o infracción administrativa se hará constar en el acta correspondiente, que habrá de ser firmada por el interesado; si este se negara a firmarla, se dejará constancia expresa de su negativa. El acta que se extienda gozará de presunción de veracidad de los hechos en ella consignados, salvo prueba en contrario».

Afirman los recurrentes que el art. 36.23 LOPSC establece una desproporcionada restricción del derecho fundamental de información [art. 20.1 d) CE], por someter su ejercicio a un procedimiento autorizatorio que vulnera la prohibición de censura previa ex art. 20.2 CE. Se incide, de este modo, en la cobertura informativa de cualquier hecho con intervención de autoridades o miembros de las fuerzas y cuerpos de seguridad, a la vez que se obvia que el uso, difusión y conocimiento de ciertos datos o imágenes relativos a los mismos puede tener, en algunos casos, interés general y relevancia pública. Por otra parte, la conexión del art. 36.23 con el art. 19.2 LOPSC, permite –argumentan– el secuestro no judicial de material informativo, lo que vulnera el art. 20.5 CE. Por último, se reprocha a la infracción administrativa no satisfacer las exigencias de los principios de taxatividad y seguridad jurídica (arts. 25.1 y 9.3 CE), al dejar en manos de la administración –en muchos casos, del agente o jefe del operativo policial– la labor de concretar si concurre la situación de peligro o riesgo que puede llevar aparejada la prohibición y, en su caso, la sanción.

El abogado del Estado argumenta que el precepto impugnado salvaguarda el derecho de información pues, su correcta interpretación, deja incólume su prevalencia en caso de colisión con un uso no autorizado de datos o imágenes; autorización que exonera de toda responsabilidad administrativa y que nunca se aplicará a la mera «captación». Se opone a la existencia de una censura previa, pues la acreditación del tipo infractor exige la tramitación de un procedimiento sancionador siempre a posteriori de los hechos. Y reprocha a los recurrentes realizar una interpretación excesiva de las facultades policiales derivadas del art. 19.2 LOPSC, por lo que tampoco es posible hablar de «secuestro administrativo»; precepto que, por lo demás, tiene un encuadre y razón de ser –el de las potestades generales de policía de seguridad–, diferente del art. 36.23 LOPSC, integrado en el régimen sancionador.

Delimitadas en los términos expuestos las posiciones de las partes personadas en el presente proceso, la cuestión planteada en esta sede atañe a un conflicto entre el ejercicio del derecho fundamental a comunicar libremente información y la protección de otro valor constitucional, como es la seguridad ciudadana, concretada en la seguridad de la persona afectada o de su familia, de las instalaciones protegidas o el éxito de una operación policial. En otras palabras, debemos examinar la colisión entre la necesidad de asegurar el normal desenvolvimiento y eficacia de la acción policial, como medio para garantizar la seguridad ciudadana, y el derecho de los ciudadanos a difundir imágenes o datos que, afectando a las autoridades o miembros de las fuerzas y cuerpos de seguridad, consideren relevantes para el interés general; cuestión esta que adquiere mayor trascendencia, si cabe, en una sociedad en la que se han multiplicado las posibilidades de captación –vía telefonía móvil– y difusión –redes sociales– de información –imágenes y datos– de toda clase. Queda fuera del objeto de este proceso la eventual lesión o conflicto con los derechos de la personalidad de las autoridades o miembros de las fuerzas y cuerpos de seguridad, como son el derecho al honor, a la intimidad personal y familiar, y a la propia imagen (art. 18 CE), sin que ello suponga, en ningún caso, su desamparo constitucional, en tanto lo divulgado se refiera de forma directa al ejercicio de funciones públicas.

B) Es necesario, a los efectos de precisar el objeto de nuestro pronunciamiento, realizar con carácter previo algunas consideraciones sobre el canon de la libertad de información, definido sólidamente en nuestra doctrina constitucional –en clara sintonía, una vez más, con la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos–, recordando aquellos aspectos de mayor relevancia para el presente caso.

a) El libre ejercicio de los derechos fundamentales a la libertad de expresión y a comunicar o recibir libremente información veraz, consagrados en el art. 20 CE, garantiza la formación y existencia de una opinión pública libre, «garantía que reviste una especial trascendencia ya que, al ser una condición previa y necesaria para el ejercicio de otros derechos inherentes al funcionamiento de un sistema democrático, se convierte, a su vez, en uno de los pilares de una sociedad libre y democrática. Para que el ciudadano pueda formar libremente sus opiniones y participar de modo responsable en los asuntos públicos, ha de ser también informado ampliamente de modo que pueda ponderar opiniones diversas e incluso contrapuestas» (STC 159/1986, de 16 de diciembre, FJ 6; y SSTC 21/2000, de 31 de enero, FJ 4, y 52/2002, de 25 de febrero, FJ 4; en el mismo sentido, STEDH de 7 de diciembre de 1976, caso Handyside c. Reino Unido, § 49, y de 6 de mayo de 2003, caso Appleby y otros c. Reino Unido, § 39). El papel esencial que para el funcionamiento de la democracia desempeña la libertad de comunicar o recibir información determina que el objeto de protección del art. 10.1 CEDH, como señala el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, abarque no solo la esencia de las ideas y la información expresada, sino también la forma en que se transmiten (STEDH de 24 de febrero de 1997, caso De Haes y Gijsels c. Belgium, § 48); protección que alcanza a Internet, dada su capacidad para conservar y difundir gran cantidad de datos e informaciones, lo que contribuye a mejorar el acceso del público a las noticias y la difusión de información en general [STEDH de 10 de marzo de 2009, caso Times Newspapers LTD (núm. 1 y 2) c. Reino Unido, § 27].

b) Hemos venido identificando la libertad de información, por oposición al concepto más amplio de libertad de expresión –de pensamientos, ideas y opiniones–, como «la libre comunicación y recepción de información sobre hechos o, más restringidamente, sobre hechos que puedan considerarse noticiables»; advirtiendo, no obstante, que el deslinde entre ambas libertades no siempre es nítido, «pues la expresión de la propia opinión necesita a menudo apoyarse en la narración de hechos y, a la inversa, la comunicación de hechos o noticias comprende casi siempre algún elemento valorativo, una vocación a la formación de una opinión (SSTC 6/1988, 107/1988, 143/1991, 190/1992 y 336/1993). Por ello, en los supuestos en que se mezclan elementos de una y otra significación debe atenderse al que aparezca como preponderante o predominante para subsumirlos en el correspondiente apartado del art. 20.1 CE (SSTC 6/1988, 105/1990, 172/1990, 123/1993, 76/1995 y 78/1995)» (STC 4/1996, de 16 de enero, FJ 3).

c) Los sujetos de este derecho, como declaramos tempranamente, «son no solo los titulares del órgano o medio difusor de la información o los profesionales del periodismo o quienes, aun sin serlo, comunican una información a través de tales medios, sino, primordialmente, "la colectividad y cada uno de sus miembros"» (STC 168/1986, de 22 de diciembre, FJ 2; y reiterada, entre otras muchas, en SSTC 165/1987, de 27 de octubre, FJ 10; 6/1988, de 21 de enero, FJ 5, o 176/1995, de 11 de diciembre, FJ 2); si bien, «la protección constitucional del derecho "alcanza su máximo nivel cuando la libertad es ejercitada por los profesionales de la información a través del vehículo institucionalizado de formación de la opinión pública que es la prensa entendida en su más amplia acepción" (STC 165/1987, reiterada en SSTC 105/1990 y 176/1995, entre otras)» [STC 225/2002, de 9 de diciembre, FJ 2 d); y en la misma línea, STEDH de 26 de noviembre de 1991, caso The Observer y The Guardian c. Reino Unido, § 59; aplicándolo también a los grupos o las asociaciones no gubernamentales que participan en el foro público, así SSTEDH de 27 de mayo de 2004, caso Vides Aizsardzības Klubs c. Letonia, § 42, y de 15 de febrero de 2005, caso Steel y Morris c. Reino Unido, § 89]; protección específica que, en modo alguno, significa que los profesionales de la información tuvieran un derecho fundamental reforzado respecto a los demás ciudadanos.

d) El ejercicio del derecho a la información no es, en modo alguno, un derecho absoluto, pues está sujeto a límites internos, relativos a su propio contenido: la veracidad y la relevancia pública; y a límites externos, que se refieren a su relación con otros derechos o valores constitucionales con los que puede entrar en conflicto: los derechos de los demás y, en especial y sin ánimo de exhaustividad, el derecho al honor, a la intimidad, a la propia imagen y a la protección de la juventud y la infancia, art. 20.4 CE [SSTC 170/1994, de 7 de junio, FJ 2; 6/1995, de 10 de enero, FJ 2 b); 187/1999, de 25 de octubre, FJ 5, y 52/2002, de 25 de febrero, FJ 4].

De la misma manera, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos reconoce que el derecho de información –art. 10.1 CEDH– no es un derecho absoluto, admitiendo el sometimiento a restricciones que, para ser consideradas legítimas, deben observar unos requisitos mínimos: i) estar previstas en una norma que cumpla las exigencias del principio de calidad de la ley, accesible para sus destinatarios y lo suficientemente precisa para hacer previsibles sus consecuencias [SSTEDH de 26 de abril de 1979, caso Sunday Times (núm. 1) c. Reino Unido, § 49, y más recientemente, de 15 de octubre de 2015, caso Kudrevićius y otros c. Lituania, § 108, y las allí citadas]; ii) deben ser «necesarias en una sociedad democrática» para alcanzar una finalidad legítima –art. 10.2 CEDH: seguridad nacional, integridad territorial, seguridad pública, defensa del orden, prevención del delito, etc.– (SSTEDH de 16 de junio de 2015, caso Delfi AS c. Estonia, § 131, o de 2 de febrero de 2016, caso Magyar Tartalomszolgáltatók Egyesülete y Index.hu Zrt c. Hungría, § 54, y las allí citadas); iii) han de ser proporcionadas, de forma que se adopten aquellas que sean las menos gravosas para obtener la mencionada finalidad (STEDH de 18 de diciembre de 2012, caso Ahmet Yildirim c. Turquía, § 59 a 70).

(i) En relación con el requisito básico de la veracidad, es reiterada doctrina, sintetizada en la STC 52/2002, de 25 de febrero, FJ 5, que «no supone la exigencia de una rigurosa y total exactitud en el contenido de la información, de modo que puedan quedar exentas de toda protección o garantía constitucional las informaciones erróneas o no probadas, sino que se debe privar de esa protección o garantía a quienes, defraudando el derecho de todos a recibir información veraz, actúen con menosprecio de la veracidad o falsedad de lo comunicado, comportándose de manera negligente e irresponsable, al transmitir como hechos verdaderos simples rumores carentes de toda contrastación o meras invenciones o insinuaciones»; por tanto, «el informador, si quiere situarse bajo la protección del art. 20.1 d) CE, tiene un especial deber de comprobar la veracidad de los hechos que expone mediante las oportunas averiguaciones y empleando la diligencia exigible a un profesional» (en cuanto a los cánones de profesionalidad informativa, nos remitimos a la doctrina recogida en el fundamento jurídico 6 de la citada STC 52/2002, y a las numerosas sentencias allí recogidas). Del mismo modo, el estándar de diligencia profesional en el marco del art. 10 CEDH se sitúa en la conducta subjetiva del informador: cómo ha obtenido la información, si la ha contrastado, si se basa en informes oficiales, si ha actuado de buena fe... (SSTEDH de 21 de enero de 1999, caso Fressoz y Roire c. Francia, § 54; de 20 de mayo de 1999, caso Bladet Tromsø y Stensaas c. Noruega, § 68; de 10 de diciembre de 2007, caso Stoll c. Suiza, § 141; de 8 de enero de 2008, caso Saygili y otros c. Turquía, § 38, o de 29 de julio de 2008, caso Flux c. Moldavia, § 29).

(ii) En cuanto al requisito de la relevancia pública de la información, cuestión de mayor interés en el presente caso, este tribunal ha declarado que una información reúne esta condición «porque sirve al interés general en la información, y lo hace por referirse a un asunto público, es decir, a unos hechos o a un acontecimiento que afecta al conjunto de los ciudadanos» (STC 134/1999, de 15 de julio, FJ 8). Así, hemos mantenido que «reviste relevancia o interés público la información sobre los resultados positivos o negativos que alcancen en sus investigaciones las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, especialmente si los delitos cometidos entrañan una cierta gravedad o han causado un impacto considerable en la opinión pública, extendiéndose aquella relevancia o interés a cuantos datos o hechos novedosos puedan ir descubriéndose, por las más diversas vías, en el curso de las investigaciones dirigidas al esclarecimiento de su autoría, causas y circunstancias del hecho delictivo» (SSTC 219/1992, de 3 de diciembre, FJ 4; 232/1993, de 12 de julio, FJ 4, y 185/2002, de 14 de octubre, FJ 4; en la misma línea, SSTEDH de 7 de junio de 2007, caso Dupuis y otros c. Francia, § 41 y 42, y de 1 de julio de 2014, caso A.B. c. Suiza, § 47 y 48). Ahora bien, «también ha precisado, al hilo de aquellas afirmaciones, que ello en ningún caso puede exonerar al informador de un atento examen sobre la relevancia pública y la veracidad del contenido de cada una de las noticias que esa información general encierra y que se refieren a personas determinadas, pues el honor es un valor referido a personas individualmente consideradas (STC 219/1992, de 3 de diciembre, FJ 4)» (STC 52/2002, de 25 de febrero, FJ 8).

e) Por último, el art. 20.2 CE prohíbe que el ejercicio de la libertad de información se pueda restringir mediante ningún tipo de censura previa y, como este tribunal ya ha dicho en reiteradas ocasiones, por tal debe tenerse «cualquier medida limitativa de la elaboración o difusión de una obra del espíritu que consista en el sometimiento a un previo examen por un poder público del contenido de la misma cuya finalidad sea la de enjuiciar la obra en cuestión con arreglo a unos valores abstractos y restrictivos de la libertad, de manera tal que se otorgue el plácet a la publicación de la obra que se acomode a ellos a juicio del censor y se le niegue en caso contrario»; y su interdicción debe extenderse «a cuantas medidas pueda adoptar el poder público que no solo impidan o prohíban abiertamente la difusión de cierta opinión o información, sino cualquier otra que simplemente restrinja o pueda tener un indeseable efecto disuasor sobre el ejercicio de tales libertades (SSTC 52/1983, fundamento jurídico 5, y 190/1996, fundamento jurídico 3), aun cuando la ley, única norma que puede establecerlas, pretendiera justificar su existencia en la protección de aquellos derechos, bienes y valores que también conforme al art. 20.4 CE constitucionalmente se configuran como límites a las libertades de expresión e información en nuestro orden constitucional, limitando así al legislador que pudiera sentir tal tentación o veleidad al amparo de las reservas de ley previstas en los arts. 53.1 y 81.1 CE» (STC 187/1999, de 25 de octubre, FJ 5).

Dado que el fin último que anima la prohibición de toda censura previa es prevenir que el poder público no pierda su debida neutralidad respecto del proceso de comunicación pública libre (SSTC 6/1981, de 16 de marzo, FJ 3, y 187/1999, de 25 de octubre, FJ 5), el rigor de la prohibición alcanza su máxima intensidad en relación con la denominada censura «gubernativa», pero no impide que un juez o tribunal, debidamente habilitado por la ley, adopte motivadamente ciertas medidas restrictivas del ejercicio de la libertad de información. En este sentido, hemos señalado que «la propia Constitución legitima el secuestro de publicaciones, grabaciones y otros medios de información, aunque solo podrá acordarse en virtud de una resolución judicial (art. 20.5 CE), prohibiendo por tanto implícitamente la existencia del llamado secuestro administrativo» (STC 187/1999, FJ 6). En otras palabras, la Constitución veda que dichas medidas de urgencia puedan ser adoptadas por un poder público distinto al judicial.

C) Abordando el examen del precepto, el art. 36.23 LOPSC prevé como infracción grave (i) el uso no autorizado de imágenes o datos de las autoridades o miembros de las fuerzas y cuerpos de seguridad; (ii) cuando pueda poner en peligro la seguridad personal o familiar de los agentes, de las instalaciones protegidas o el éxito de una operación policial; y (iii) siempre que el referido uso no resulte cubierto por el «respeto [debido] al derecho fundamental a la información».

a) Se castiga el uso «no autorizado» de datos o imágenes de las autoridades o agentes policiales, con independencia de cómo o dónde fueran captadas; y se sanciona ese uso por su aptitud para poner en peligro o riesgo la seguridad personal o familiar, la integridad de las instalaciones protegidas o el éxito de una operación policial. Con ello se tutelan varios fines protegidos por la Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana. Se ampara el libre ejercicio de derechos y libertades reconocidos por el ordenamiento jurídico [art. 3 a)], así como «el respeto a la paz y a la seguridad ciudadana en el ejercicio de los derechos y libertades» [art. 3 d)], pues prohíbe que se «pon[ga] en peligro la seguridad personal o familiar de los agentes». Se protege también «la normalidad en la prestación de los servicios públicos básicos para la comunidad» [art. 3 g)] y «la prevención de delitos e infracciones» [art. 3 h)] en la medida que se castiga dicho uso por su capacidad de poner en peligro «instalaciones protegidas» o «el éxito de una operación policial».

b) Alegan los recurrentes que el art. 36.23 LOPSC restringe el derecho de información mediante un tipo de censura previa, lo que está constitucionalmente vedado por el art. 20.2 CE. Ya hemos recordado que, según la STC 187/1999, de 25 de octubre, FJ 5, habría censura previa proscrita por el art. 20.2 CE cuando la difusión de las imágenes o datos que ahora nos ocupa se someta a un previo examen de su contenido por el poder público, de forma que aquella (la difusión) solo se pueda realizar si este «otorga el plácet». Procede considerar también, pues concurre a precisar el sentido de la interdicción recogida en el art. 20.2 CE, que el art. 20.5 CE admite el secuestro de publicaciones en virtud de resolución judicial y que la STC 34/2010, de 19 de julio, FJ 5, ha considerado constitucional la adopción por órganos judiciales de medidas cautelares que, constituyan o no secuestro judicial en sentido estricto, impliquen restricciones previas a la difusión de mensajes con el objeto de atajar el riesgo de lesión de otros bienes o derechos constitucionales.

La aplicación de esta doctrina constitucional a esta impugnación requiere partir de que el precepto recurrido tipifica como infracción el uso «no autorizado» de imágenes o datos. Utiliza, por tanto, un concepto de perfiles muy definidos en Derecho público como es el de autorización, que remite a la necesidad de recabar del poder público, de la administración pública en este caso, porque estamos ante una ley que regula una actividad administrativa, un permiso para poder iniciar o continuar una cierta actividad, dando así la oportunidad a la administración pública autorizante de supervisar que concurren las condiciones que eviten que el resto de bienes jurídicos en juego resulten dañados por dicha actividad autorizada.

En fin, el art. 36.23 LOPSC, dado que sujeta a la obtención de autorización administrativa previa la actividad consistente en usar imágenes o datos de las autoridades o miembros de las fuerzas y cuerpos de seguridad, resulta contrario a la interdicción de censura previa ex art. 20.2 CE, de modo que procede declarar la inconstitucionalidad del inciso «no autorizado» de dicho precepto.

c) Resta por enjuiciar si la tipificación como infracción del uso –ya no sujeto a permiso o autorización administrativa previa– de imágenes o datos de las autoridades o miembros de las fuerzas y cuerpos de seguridad incurre en alguna de las inconstitucionalidades alegadas por los recurrentes.

Atendiendo a su literalidad, el art. 36.23 LOPSC podría ser interpretado en algunos sentidos que pugnarían de modo insuperable con el contenido propio del derecho a la libertad de información [art. 20.1 d) CE] o del principio de legalidad (art. 25 CE). Ahora bien, en virtud de la regla que impone la conservación de la norma legal cuando pueda atribuírsele un sentido conforme con la Constitución [por todas, STC 65/2020, de 18 de junio, FJ 2 b)], este tribunal aprecia que el precepto enjuiciado no incurre en ninguna de las causas de inconstitucionalidad alegadas siempre que se interpreten los términos (i) «uso», (ii) «poner en peligro […] o en riesgo» y (iii) «con respeto al derecho fundamental a la información» en el sentido siguiente.

(i) El «uso» como conducta típica, dado que debe «poner en peligro […] o en riesgo» alguno de los bienes jurídicos reseñados en el precepto, no se realiza con la mera captación o tenencia de «imágenes o datos personales y profesionales». Solo será sancionable, por tanto, el acto de publicar o difundir de algún modo, sea por medios tradicionales o a través de los cauces que ofrecen las tecnologías de la información y comunicación, como redes sociales u otras plataformas análogas, de tal manera que no bastará la mera captación no seguida de publicación o difusión de tales imágenes o datos. Además, poniendo en relación el tipo infractor con bienes jurídicos de gran calado constitucional como la protección de la vida privada y familiar (arts. 10.1, 18.1 y 39 CE), cabe concluir que el «uso» a que alude el art. 36.23 CE es aquel que no cuenta con el consentimiento de los titulares de las imágenes o datos difundidos.

(ii) El elemento del tipo consistente en «poner en peligro […] o en riesgo» alguno de los bienes jurídicos que indica el precepto no cabe entenderlo por sí solo y de un modo aislado. Su sentido propio deriva de su integración en el sistema constituido por la normativa de protección de la seguridad ciudadana, debiendo tener presente que uno de sus principios rectores consiste en que la intervención administrativa solo «se justifica por la existencia de una amenaza concreta […] que razonablemente sea susceptible de provocar un perjuicio real para la seguridad ciudadana» (art. 4.3 LOPSC). Si la actividad de intervención únicamente juega en estos supuestos, con más razón el «riesgo» o «peligro» que configura el tipo infractor ex art. 36.23 LOPSC es el que se presenta como próximo o concreto, descartando que pueda juzgarse realizada la conducta infractora cuando el «riesgo» o «peligro» es meramente abstracto o remoto.

(iii) La expresión «con respeto del derecho fundamental a la información» tiene el sentido de exigir que en el momento aplicativo se tenga presente el principio de proporcionalidad, en especial a la hora de constatar si se ha realizado el presupuesto de hecho previsto en el art. 36.23 LOPSC. El aplicador deberá afrontar un juicio de ponderación de tal modo que únicamente sean merecedores de sanción quienes realicen este tipo de conductas que supongan un peligro para los bienes jurídicos tutelados como pueden ser la seguridad personal o familiar de los agentes, de las instalaciones protegidas o pongan en riesgo el éxito de una operación, como señala el texto del precepto y que sopese expresamente los elementos de cada caso singular, tanto los que agraven como los que reduzcan la necesidad de protección del derecho a la información. Esta ponderación abordará, al menos, (a) la comprobación de si las imágenes o los datos difundidos pertenecen a la vida privada o se relacionan con la actividad oficial de las autoridades o agentes; (b) el examen de qué relevancia pública tiene la difusión de esas imágenes o datos, atendiendo a las circunstancias fácticas y en particular a la presencia o no de un suficiente interés general en conocer esas imágenes o datos.

De acuerdo con lo razonado en este apartado C), este tribunal declara la inconstitucionalidad y nulidad del inciso «no autorizado» del art. 36.23 LOPSC y acuerda que el resto del precepto no incurre en ninguna de las inconstitucionalidades alegadas siempre que se entienda en el sentido indicado, interpretación conforme que se llevará al fallo.

Ello excluye la aplicación del art. 19.2 LOPSC que los recurrentes vinculaban al entender que podría posibilitar la aprehensión de los aparatos o instrumentos utilizados para la toma o captación de las imágenes o datos. Por esta razón no resulta necesario realizar un pronunciamiento sobre su constitucionalidad.

8. Impugnación del régimen especial para Ceuta y Melilla de rechazo en frontera de los extranjeros que intenten entrar ilegalmente.

A) Los recurrentes impugnan, por último, la disposición final primera de la Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana por la que se introduce una disposición adicional décima en la Ley Orgánica 4/2000, de 11 de enero, sobre derechos y libertades de los extranjeros en España y su integración social, con la siguiente redacción:

«1. Los extranjeros que sean detectados en la línea fronteriza de la demarcación territorial de Ceuta o Melilla mientras intentan superar los elementos de contención fronterizos para cruzar irregularmente la frontera podrán ser rechazados a fin de impedir su entrada ilegal en España.

2. En todo caso, el rechazo se realizará respetando la normativa internacional de derechos humanos y de protección internacional de la que España es parte.

3. Las solicitudes de protección internacional se formalizarán en los lugares habilitados al efecto en los pasos fronterizos y se tramitarán conforme a lo establecido en la normativa en materia de protección internacional.»

Reprochan los grupos parlamentarios, en primer lugar, que la norma impugnada no guarda conexión alguna con la Ley Orgánica sobre derechos y libertades de los extranjeros en España, lo que vulnera el art. 23.2 CE por incurrir en fraude del procedimiento parlamentario. En segundo lugar, argumentan que se está introduciendo, por simple vía de hecho, un régimen de devolución masiva e indiferenciado de extranjeros no conforme a la legalidad vigente en materia de extranjería, vulnerando con ello los arts. 9.3, 24.1 y 106 CE, por las razones expuestas con más detalle en los antecedentes de esta sentencia. Y a mayor abundamiento, afirman que la regulación no respeta la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en lo que atañe a la aplicación de principio de no devolución, e impide el acceso al derecho de asilo previsto en el art. 13.4 CE.

La letrada del Congreso, por su parte, ciñe sus alegaciones a rechazar la vulneración del art. 23.2 CE por la disposición final primera. Tras exponer la doctrina de este tribunal y recordar el proceso de tramitación parlamentaria, concluye que no puede admitirse que se hayan vulnerado las normas del procedimiento legislativo y con ello el ius in officium de los parlamentarios. Y finaliza su argumentación señalando que el establecimiento de medidas relativas a la inmigración ilegal guarda una innegable relación con la seguridad ciudadana. En términos similares se expresa la abogacía del Estado, pues a su juicio la tramitación parlamentaria de la enmienda ha satisfecho el principio de homogeneidad mínima –por la conexión entre la proliferación de asaltos masivos a los perímetros fronterizos y los problemas de seguridad pública, entre otros–, y ha respetado el procedimiento legislativo.

En lo que se refiere a las vulneraciones de los arts. 9.3, 24.1 y 106 CE, el abogado del Estado rechaza los argumentos de los recurrentes, partiendo del hecho de que la norma impugnada cubre un vacío normativo respecto de una actuación material de vigilancia fronteriza encomendada al Estado, que se desarrolla en una fase previa a la devolución y expulsión dirigida a garantizar la legalidad. Actuación que no está exenta de límites y que supera el test de proporcionalidad exigido por este tribunal y por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Y en la medida que afecta a extranjeros que están intentando entrar ilegalmente en España, no les son aplicables las garantías derivadas del art. 24.1 CE; sin perjuicio, claro está de que la actuación policial pueda ser objeto de control jurisdiccional ex art. 106 CE.

B) Analizaremos, en primer lugar, la posible infracción del procedimiento legislativo que condujo a la aprobación del precepto impugnado. Para resolver esta tacha de inconstitucionalidad conviene recordar nuestra doctrina sobre el ejercicio del derecho de enmienda al articulado, recogida, en esencia, en las sentencias citadas por las partes; las SSTC 119/2011, de 5 julio, FJ 6; 136/2011, de 13 septiembre, FJ 7, y 59/2015, de 18 de marzo, FFJJ 5 y 6 (también seguida en las SSTC 176/2011, de 8 de noviembre, FJ 4; 209/2012, de 14 de noviembre, FJ 4; 132/2013, de 5 de junio, FJ 3; 120/2014, de 17 de julio, FJ 6, y 155/2017, de 21 de diciembre, FJ 3). De la anterior doctrina y a los efectos del presente proceso constitucional, pueden extraerse las siguientes ideas principales:

a) Desde el punto de vista de la legalidad parlamentaria, el ejercicio del derecho de enmienda al articulado debe respetar una conexión mínima de homogeneidad con el texto enmendado, so pena de afectar tanto al derecho del autor de la iniciativa (art. 87 CE), como al carácter instrumental del procedimiento legislativo (art. 66.2 CE) y, en consecuencia, a la función y fines asignados al ejercicio de la potestad legislativa por las Cámaras [STC 59/2015, de 18 de marzo, FJ 5 a)]. La necesidad de una cierta conexión material entre la enmienda y el texto enmendado «se deriva, en primer lugar, del carácter subsidiario que, por su propia naturaleza, toda enmienda tiene respecto al texto enmendado. Además, la propia lógica de la tramitación legislativa también aboca a dicha conclusión, ya que, una vez que una iniciativa legislativa es aceptada por la Cámara o Asamblea Legislativa como objeto de deliberación, no cabe alterar su objeto mediante las enmiendas al articulado, toda vez que esa función la cumple, precisamente, el ya superado trámite de enmiendas a la totalidad, que no puede ser reabierto. En efecto, la enmienda, conceptual y lingüísticamente, implica la modificación de algo preexistente, cuyo objeto y naturaleza ha sido determinado con anterioridad; solo se enmienda lo ya definido. La enmienda no puede servir de mecanismo para dar vida a una realidad nueva, que debe nacer de una, también, nueva iniciativa» (STC 119/2011, de 5 de julio, FJ 6).

Para determinar si concurre tal conexión material u homogeneidad mínima entre la iniciativa legislativa y la enmienda presentada, los órganos de gobierno de las Cámaras deben contar con un amplio margen de apreciación para determinar la existencia de conexión material entre enmienda y proyecto o proposición de ley objeto de debate, debiendo estos pronunciarse de forma motivada acerca de la conexión, de suerte que «solo cuando sea evidente y manifiesto que no existe tal conexión deberá rechazarse la enmienda, puesto que, en tal caso, se pervertiría la auténtica naturaleza del derecho de enmienda, ya que habría pasado a convertirse en una nueva iniciativa legislativa» (STC 119/2011, de 5 de julio, FJ 7).

En el presente caso, no se puede considerar que el objeto de la enmienda, introducida en la tramitación parlamentaria a través del informe de la ponencia («Boletín Oficial de las Cortes Generales» serie A, núm. 105-3, de 24 de noviembre de 2014), no cumpla con el principio de conexión mínima de homogeneidad. El precepto impugnado aborda la regulación de un régimen especial en materia de extranjería para hacer frente a la situación de riesgo que se produce en los perímetros fronterizos de Ceuta y Melilla –frontera exterior de la Unión Europea– por la presión migratoria. Es por ello que esta cuestión no se puede calificar de totalmente extraña a la seguridad ciudadana, integrante de la más amplia materia de la seguridad pública; sin que se pretenda, en ningún caso, asociar necesariamente el fenómeno de la inmigración de personas extranjeras con un incremento de la inseguridad ciudadana.

b) La vulneración del art. 23.2 CE aducida por los recurrentes exigiría además que la infracción de la legalidad parlamentaria hubiera afectado al núcleo de su función representativa. Hemos declarado que «el derecho de participación, el ius in officium, afecta a toda una serie de situaciones de los parlamentarios en las que los órganos rectores de las Cámaras deben respetar la función representativa no por tratarse de facultades meramente subjetivas de quienes desarrollan esa función sino como facultades que lo que permiten es ejercer correctamente a los representantes populares dicha representación participando en la función legislativa. Esto impone hacer posible la presentación de propuestas legislativas, la discusión en el debate parlamentario público sobre los temas sobre los que versa ese debate interviniendo en el mismo, la mejora de los textos mediante la introducción de enmiendas, y respetar su derecho a expresar su posición mediante el derecho de voto. Lo que no cabe es articular un debate de forma que la introducción de más enmiendas haga imposible la presentación de alternativas y su defensa» (STC 119/2011, FJ 9). En este caso, no consta que dicho derecho de participación haya sido efectivamente lesionado durante la tramitación de la enmienda, ni en el Congreso, ni el Senado, lo que, por otra parte, no ha sido cuestionado por los recurrentes.

No puede afirmarse, por tanto, que exista una falta de homogeneidad o desconexión, en los términos alegados por la demanda y, de acuerdo con nuestra doctrina reiterada, no habiéndose así constatado una alteración sustancial del proceso de formación de la voluntad de las Cámaras, el presente motivo de inconstitucionalidad debe ser desestimado.

C) El examen de la nueva disposición adicional décima de la Ley Orgánica sobre derechos y libertades de los extranjeros en España, introducida por la disposición final primera de la Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana, exige tener en cuenta, en primer lugar, la singular situación de las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla. El Acuerdo de Schengen, firmado el 14 de junio de 1985 y al que se adhirió España por protocolo de 25 de junio de 1991 [«Boletín Oficial del Estado» («BOE») de 30 de julio], impulsó la creación de un espacio de libre circulación de personas, mediante la progresiva supresión de los controles en las fronteras interiores, trasladándolos a las fronteras exteriores de los Estados signatarios; de forma tal que las fronteras externas de los Estados europeos son al tiempo las fronteras externas de los demás Estados parte en aquel acuerdo. Posteriormente, tras la entrada en vigor del Tratado de Ámsterdam («BOE» de 7 de mayo de 1999), el acuerdo queda integrado en el marco institucional y jurídico de la Unión Europea, la cual tiene como uno de sus objetivos mantener y desarrollar «un espacio de libertad, seguridad y justicia en el que esté garantizada la libre circulación de personas conjuntamente con medidas adecuadas respecto al control de las fronteras exteriores, el asilo, la inmigración y la prevención y la lucha contra la delincuencia». Por este motivo, las ciudades autónomas, situadas ambas en el continente africano, son actualmente la frontera exterior terrestre entre la Unión Europea y terceros Estados, lo que las convierte en una de las principales vías de acceso de los flujos migratorios hacia Europa. Todo ello hace que, en muchas ocasiones, el Estado español se vea desbordado en sus esfuerzos por contener los intentos de grupos de personas de cruzar ilegalmente la valla o arribar en embarcaciones a las costas de soberanía española; lo que prueba que estamos ante un problema humanitario de tal dimensión que su trascendencia es, cuando menos, europea, y exigiría la adopción de medidas de carácter supraestatal.

Siendo innegable la situación descrita, no podemos obviar que la medida prevista en la norma impugnada –el «rechazo en frontera»– afecta a personas extranjeras que pretenden entrar de forma ilegal en el territorio español, y que por su configuración legal los recurrentes han cuestionado su encaje en el marco constitucional. El examen del precepto, a la vista de las alegaciones expresadas por las partes en este proceso constitucional, se ajustará al siguiente orden: en primer lugar, en cuanto la medida incide sobre personas extranjeras, recordaremos algunos aspectos del estatuto constitucional de los extranjeros en España relevantes a los efectos de este proceso. A continuación, examinaremos el régimen previsto en la legislación en materia de extranjería sobre salidas forzosas del territorio español, paso previo necesario para determinar la naturaleza del «rechazo en frontera» y poder así enjuiciarlo desde la perspectiva de los arts. 9.3, 24.1 y 106.1 CE. En último lugar, analizaremos si el precepto impugnado no respeta la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos sobre el principio de «no devolución», impidiendo el ejercicio del derecho de asilo previsto en el art. 13.4 CE.

a) El art. 13.1 CE dispone: «Los extranjeros gozarán en España de las libertades públicas que garantiza el presente título en los términos que establezcan los tratados y la ley». Nuestra doctrina ha sido constante en la interpretación del precepto constitucional, debiendo destacarse los siguientes criterios: i) la expresión «libertades públicas» no debe ser interpretada en sentido restrictivo, de manera que los extranjeros disfrutarán de los derechos y libertades reconocidas en el título I de la Constitución, y se refiere a todos los extranjeros, a pesar de que puedan encontrarse en España en situaciones jurídicas diversas; ii) la remisión a la ley «no supone pues una desconstitucionalización de la posición jurídica de los extranjeros puesto que el legislador, aun disponiendo de un amplio margen de libertad para concretar los "‘términos" en los que aquellos gozarán de los derechos y libertades en España, se encuentra sometido a límites derivados del conjunto del título I de la Constitución, y especialmente los contenidos en los apartados primero y segundo del art. 10 CE» (SSTC 107/1984, de 23 de noviembre, FJ 4, y 236/2007, de 7 de noviembre, FJ 3).

Hemos reiterado que los extranjeros gozan de ciertos derechos «por propio mandato constitucional, y no resulta posible un tratamiento desigual respecto de los españoles» (STC 107/1984, de 23 de noviembre, FJ 4; y también STC 95/2000, de 10 de abril, FJ 3). Se trata de derechos inherentes a la dignidad de la persona (STC 91/2000, de 30 de marzo, FJ 7); tales como el derecho a la vida, a la integridad física y moral, a la intimidad, la libertad ideológica (STC 107/1984, FJ 3); el derecho a la libertad y a la seguridad (STC 144/1990, de 26 de septiembre, FJ 5); y el derecho a no ser discriminado por razón de nacimiento, raza, sexo, religión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social (STC 137/2000, de 29 de mayo, FJ 1). Si bien, «ello no implica cerrar el paso a las diversas opciones o variantes políticas que caben dentro de la Constitución, entendida como "marco de coincidencias" […] que permite distintas legislaciones en materia de extranjería» (STC 236/2007, de 7 de noviembre, FJ 3).

En relación con estos derechos reconocidos constitucionalmente de forma directa a los extranjeros, entre los que se encuentra el derecho a la tutela judicial efectiva, cuya vulneración ha sido alegada por los recurrentes en este proceso (STC 99/1985, de 30 de septiembre, FJ 2), y el derecho instrumental a la asistencia jurídica gratuita (STC 95/2003, de 22 de mayo, FJ 4), el legislador se encuentra limitado tanto en la configuración de su contenido, como en el tratamiento dispensado a las personas extranjeras atendiendo a sus diferentes situaciones jurídicas. El art. 13.1 CE «reconoce al legislador la posibilidad de establecer condicionamientos adicionales al ejercicio de derechos fundamentales por parte de los extranjeros, pero para ello ha de respetar, en todo caso, las prescripciones constitucionales, pues no se puede estimar aquel precepto permitiendo que el legislador configure libremente el contenido mismo del derecho, cuando este ya haya venido reconocido por la Constitución directamente a los extranjeros […]. Una cosa es, en efecto, autorizar diferencias de tratamiento entre españoles y extranjeros, y otra es entender esa autorización como una posibilidad de legislar al respecto sin tener en cuenta los mandatos constitucionales» (STC 115/1987, de 7 de julio, FJ 3).

Por tanto, «el incumplimiento de los requisitos de estancia o residencia en España por parte de los extranjeros no permite al legislador privarles de los derechos que les corresponden constitucionalmente en su condición de persona, con independencia de su situación administrativa. El incumplimiento de aquellos requisitos legales impide a los extranjeros el ejercicio de determinados derechos o contenidos de los mismos que por su propia naturaleza son incompatibles con la situación de irregularidad, pero no por ello los extranjeros que carecen de la correspondiente autorización de estancia o residencia en España están desposeídos de cualquier derecho mientras se hallan en dicha situación en España» (STC 236/2007, de 7 de noviembre, FJ 4).

En el proceso de determinación de los derechos de los extranjeros, este tribunal ha declarado que revisten especial relevancia «la Declaración universal de derechos humanos y los demás tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por España, a los que el art. 10.2 CE remite como criterio interpretativo de los derechos fundamentales» (STC 91/2000, de 30 de marzo, FJ 7). Y hemos explicado que el art. 10.2 CE «no convierte a tales tratados y acuerdos internacionales en canon autónomo de validez de las normas y actos de los poderes públicos desde la perspectiva de los derechos fundamentales» (STC 236/2007, de 7 de noviembre, FJ 5), sino que, por el contrario, «se limita a establecer una conexión entre nuestro propio sistema de derechos fundamentales y libertades, de un lado, y los convenios y tratados internacionales sobre las mismas materias en los que sea parte España, de otro. No da rango constitucional a los derechos y libertades internacionalmente proclamados en cuanto no estén también consagrados por nuestra propia Constitución, pero obliga a interpretar los correspondientes preceptos de esta de acuerdo con el contenido de dichos tratados o convenios, de modo que en la práctica este contenido se convierte en cierto modo en el contenido constitucionalmente declarado de los derechos y libertades que enuncia el capítulo segundo del título I de nuestra Constitución» (STC 36/1991, de 14 de febrero, FJ 5).

Por último, el art. 13.4 CE reconoce el derecho de asilo –cuya vulneración por la norma impugnada también es invocada por los recurrentes– y remite a la ley los términos en que los ciudadanos de otros países y los apátridas podrán gozar de dicho derecho. No estamos, en este caso, ante un derecho fundamental de los enunciados en el capítulo segundo del título I, sino «ante un mandato constitucional para que el legislador configure el estatuto de quienes se dicen perseguidos y piden asilo en España. Los derechos del solicitante de asilo –o del ya asilado– serán, entonces, los que establezca la ley. Obviamente, la ley que regule el régimen de los extranjeros asilados –o peticionarios de asilo– ha de respetar plenamente los demás preceptos de la Constitución y, en especial, los derechos fundamentales que amparan a los extranjeros»; y ello, porque «los derechos fundamentales derivados de la dignidad de la persona que la Constitución reconoce a todas las personas sometidas a los actos de los poderes públicos españoles» rigen durante el tiempo en que el solicitante de asilo permanece en «dependencias adecuadas» del puesto fronterizo, siendo, por ello, irrelevante la concreta ubicación territorial de dichas dependencias (STC 53/2002, de 27 de febrero, FJ 4).

b) Entrando, ahora, en el examen de la legislación en materia de extranjería, debemos partir de la premisa de que «el derecho a entrar en España no es un derecho fundamental del que sean titulares los extranjeros con apoyo en el art. 19 CE» (STC 236/2007, de 7 de noviembre, FJ 12), estando la entrada condicionada al cumplimiento de los requisitos establecidos en el art. 25 LOEx y el art. 4 de su reglamento, aprobado por el Real Decreto 557/2011, de 20 de abril (Reglamento LOEx). Por ello, se regulan varios procedimientos relativos a la salida obligada del territorio español de las personas extranjeras, que son relevantes a los efectos del presente proceso constitucional. Son los siguientes: i) el retorno al punto de origen (art. 60 LOEx), como efecto derivado de la prohibición de entrada en España por los puestos fronterizos habilitados de extranjeros que no cumplan los requisitos legalmente previstos (art. 26.2 LOEx y art. 15 del Reglamento LOEx); ii) la expulsión del extranjero que se encuentra irregularmente en territorio español, por no haber obtenido la prórroga de estancia o por carecer o tener caducada la autorización de residencia (art. 57 LOEx y arts. 242 a 248 del Reglamento LOEX); y iii) la devolución de los que habiendo sido expulsados contravengan la prohibición de entrada en España [art. 58.3 a) LOEx], o de los que pretendan entrar ilegalmente [art. 58.3 b) LOEx], incluyendo «a los extranjeros que sean interceptados en la frontera o en sus inmediaciones» [art. 23.1 b) Reglamento LOEx]. Los extranjeros tienen el derecho a la tutela judicial efectiva, por lo que dichos procedimientos respetarán, en todo caso, las garantías previstas en la legislación general sobre procedimiento administrativo y, especialmente, en lo relativo a publicidad de las normas, contradicción, audiencia del interesado y motivación de las resoluciones (art. 20 LOEx); igualmente, gozan del derecho de asistencia jurídica gratuita y de intérprete, lo que garantiza el derecho de defensa (art. 22 LOEx), en concreto la formulación de alegaciones y la presentación de recursos, extremo éste expresamente contemplado en el art. 21 LOEx.

En este marco legal se inserta la impugnada disposición adicional décima de la Ley Orgánica sobre derechos y libertades de los extranjeros en España, introducida por la Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana, que prevé en su apartado 1 el «rechazo en frontera» de los extranjeros que sean detectados en la línea fronteriza de la demarcación territorial de Ceuta o Melilla. Los otros dos apartados de la disposición adicional tienen un carácter instrumental: se precisa cómo ha de hacerse el rechazo (apartado 2) y dónde se han de formalizar, en su caso, las solicitudes de protección internacional (apartado 3). La primera cuestión que hemos de abordar es la de la naturaleza del «rechazo en frontera» para, a continuación, examinar su adecuación o no al marco constitucional.

(i) Entienden los recurrentes que el «rechazo en frontera» es un nuevo régimen de devolución de extranjeros que entran ilegalmente en España, que exceptúa lo previsto en el art. 58.3 LOEx. Por el contrario, la abogacía del Estado sostiene que el rechazo opera en una fase previa a la eventual devolución o expulsión de los extranjeros, por cuanto estos aún no han entrado en territorio español: la entrada ilegal no ha culminado, sino que se está produciendo.

Resulta evidente que el acceso o la entrada en el territorio español se realiza cuando se han traspasado los límites fronterizos fijados internacionalmente, e igualmente, que los puestos fronterizos y los elementos de contención (vallas, muros o barreras) se ubican y construyen sobre el territorio español. No existe cobertura legal para operar con un concepto de frontera que pueda ser establecido de forma discrecional por la administración española, aunque sea a los meros efectos de determinar la aplicación de la legislación en materia de extranjería; entre otras razones, porque se pondría en riesgo el principio de seguridad jurídica (art. 9.3 CE).

En todo caso, con independencia de si el «rechazo en frontera» se produce antes, durante o después de traspasar los límites fronterizos, lo que es innegable es que se trata de acciones llevadas a cabo por miembros de las fuerzas y cuerpos de seguridad españoles; y son, en principio, actuaciones realizadas desde el territorio español, pues los extranjeros serán repelidos o aprehendidos en el espacio inter-vallas o en la misma valla. No obstante, lo relevante desde la perspectiva del sometimiento de la actuación de los poderes públicos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico (art. 9.1 C.E.) es que, como hemos declarado, estamos ante una actividad de las autoridades y funcionarios españoles, incluso si aquella se desarrolla en un espacio situado más allá del territorio español (STC 21/1997, de 10 de febrero, FJ 2; y en el mismo sentido, hablamos, en el ámbito del derecho de asilo, de «situación legal de sometimiento de los solicitantes de asilo a un poder público español», STC 53/2002, de 27 de febrero, FJ 4). Esto significa que los extranjeros aprehendidos, al intentar superar los elementos de contención, pasan a estar bajo el control y jurisdicción de los miembros de los cuerpos y fuerzas de seguridad y, por tanto, del Estado español, resultando irrelevante si dichos elementos –la valla– se sitúan o no en territorio bajo soberanía española, por lo que debe serles de aplicación la legislación en materia de extranjería.

En la misma línea y desde la perspectiva de la aplicación del Convenio europeo de derechos humanos, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos considera que «desde el momento en que un Estado, a través de sus agentes que operan fuera de su territorio, ejerce su control y su autoridad sobre un individuo, y por consiguiente su jurisdicción, recae sobre él, en virtud del art. 1, una obligación de reconocer a aquel los derechos y libertades definidos en el título I del Convenio que atañen a su caso»; y ello porque no puede admitirse la existencia de «zonas de no derecho» donde los individuos no estén amparados por un sistema jurídico capaz de brindarles el disfrute de los derechos y garantías protegidos por el Convenio europeo de derechos humanos (STEDH de 23 de febrero de 2012, caso Hirsi Jamaa y otros c. Italia, § 74 y 178 a 180, y las sentencias en allí citadas).

El «rechazo en frontera», en cuanto actuación realizada por autoridades y funcionarios públicos españoles, está sometido al estricto cumplimiento de la Constitución y del resto del ordenamiento jurídico, además de tener que respetar, como expresamente señala el apartado segundo del precepto impugnado, la normativa internacional de derechos humanos y de protección internacional. A la persona extranjera que está siendo rechazada mientras se encuentra en los elementos de contención ubicados en territorio español, integrados en el sistema de seguridad fronterizo, le son aplicables las garantías previstas en nuestro ordenamiento jurídico.

(ii) El «rechazo en frontera» de la disposición adicional décima de la Ley Orgánica sobre derechos y libertades de los extranjeros en España guarda una cierta similitud con la devolución prevista en el art. 58.3 LOEx, en los términos que expusimos en la STC 17/2013, de 31 de enero, FJ 12, para diferenciarla de la expulsión y que son trasladables al presente caso. Con la devolución –y también con el rechazo en frontera–, se «pretende evitar la contravención del ordenamiento jurídico de extranjería, por lo que no comporta en sí misma una sanción sino una medida gubernativa de reacción inmediata frente a una perturbación del orden jurídico, articulada a través de un cauce flexible y rápido […]. En suma […] consiste en una medida que se acuerda por parte del Estado español en el marco de su política de extranjería, en la que se incluye tanto el necesario control de los flujos migratorios que tienen como destino nuestro país como el establecimiento de los requisitos y condiciones exigibles a los extranjeros para su entrada y residencia en España».

El «rechazo en frontera» es, por tanto, un nuevo régimen que ante una situación particular –la detección de extranjeros en la línea fronteriza de la demarcación territorial de Ceuta o Melilla mientras intentan superar los elementos de contención fronterizos para cruzar irregularmente la frontera– permite que la administración y sus agentes practiquen una actuación material de vigilancia orientada a restablecer inmediatamente la legalidad transgredida por el intento de cruce irregular de frontera.

El establecimiento de un régimen específico para Ceuta y Melilla, en la medida en que en sus puestos fronterizos concurre la singularidad de su ubicación geográfica –única frontera exterior del espacio Schengen en tierras africanas– no puede considerarse que sea irrazonable o que carezca de justificación. Esta singular situación también ha sido tomada en consideración por la Gran Sala del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, en su sentencia de 13 de febrero de 2020, caso N.D. y N.T. c. España, que afirma que «en este contexto, sin embargo, el Tribunal, al valorar una queja relativa al artículo 4 de Protocolo núm. 4, tendrá principalmente en cuenta si, en las circunstancias del caso concreto, el Estado parte en cuestión ofrece de un modo efectivo medios de entrar en él legalmente, en particular a través de procedimientos en frontera. Cuando el Estado parte facilita este acceso y el recurrente no ha hecho uso de él, el Tribunal considerará […] si había razones imperiosas para no usar esos medios de acceso, fundadas en hechos objetivos de los que el Estado correspondiente sea responsable» (§ 201). Y también razona que «cuando tales mecanismos [de entrada legal] existan y aseguren el derecho de pedir la protección que otorga la Convención, y en particular su artículo 3, de un modo efectivo, la Convención no obsta a que los Estado parte, en cumplimiento de su obligación [Schengen] de controlar las fronteras, exijan que las personas que quieran esa protección la soliciten en los puntos habilitados para el cruce de frontera. […] Consecuentemente, los Estados parte pueden rechazar la entrada en su territorio de los extranjeros, incluido los peticionarios de asilo, que, sin concurrir razones imperiosas, no hayan ajustado su conducta a estos mecanismos de entrada sino que han buscado cruzar la frontera por lugares distintos a los habilitados, sobre todo pero no necesariamente cuando, como ocurre en este caso, se prevalieron de su gran número y del uso de la fuerza» (§ 210).

La alusión de la STEDH a la situación específica en que se produce el cruce irregular de la línea fronteriza –intentado por las personas extranjeras prevaliéndose de su gran número y del uso de la fuerza– es en su ratio la consideración de las circunstancias del caso concreto que resuelve como una condición que agrava la potestad de rechazo en frontera que con carácter general viene a juzgar no disconforme con las exigencias del art. 4 del Protocolo núm. 4. Pero no es necesario, con carácter general, que se aprecien las circunstancias de actuación en grupo numeroso y con violencia para la aplicación del precepto, sino que basta el intento por personas individualizadas de entrar en España y ser sorprendidos en las vallas fronterizas de Ceuta y Melilla.

(iii) Concretada la naturaleza del régimen de «rechazo en frontera» y las circunstancias en las que opera, debemos determinar ahora si el mismo colisiona, como afirman los recurrentes, con el marco constitucional derivado de los arts. 9.3 y 106.1 CE, en conexión con el art. 24.1 CE.

Alegan los recurrentes que estamos ante un supuesto de «vía de hecho», al tratarse de una actuación administrativa llevada a cabo prescindiendo de todo procedimiento. Sin embargo, procede recordar nuestra doctrina según la que no forma parte «de la garantía otorgada por el art. 106 CE un derecho a la completa tramitación de un procedimiento administrativo en materia de extranjería que concluya, en todo caso, con una resolución sobre el fondo del asunto. Por el contrario, las garantías derivadas de este precepto constitucional se satisfacen si los interesados tienen derecho a someter al examen de los tribunales la legalidad de los que ellos consideran un incumplimiento por parte de la administración de las obligaciones nacidas de la ley» (STC 17/2013, de 31 de enero, FJ 11). Por otro lado, es cierto que el «rechazo en frontera» previsto específicamente para las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla es una actuación material de carácter coactivo, que tiene por finalidad la de restablecer inmediatamente la legalidad transgredida por el intento por parte de las personas extranjeras de cruzar irregularmente esa concreta frontera terrestre. Actuación material que lo será, sin perjuicio del control judicial que proceda realizarse en virtud de las acciones y recursos que interponga, en cada caso concreto, la persona extranjera.

El régimen de «rechazo en frontera» previsto específicamente para Ceuta y Melilla en la disposición adicional décima de la Ley Orgánica sobre derechos y libertades de los extranjeros en España, tal como ha sido configurado en el apartado primero, no incurre en inconstitucionalidad. Como resulta obligado en un recurso de inconstitucionalidad, esta apreciación deriva de considerar la disposición de una manera abstracta, sin perjuicio, por tanto, de que las circunstancias concurrentes en que cada una de sus aplicaciones deban ser ponderadas convenientemente en los procesos constitucionales en que se susciten.

Además, en el apartado segundo se dice que el rechazo «se realizará respetando la normativa internacional de derechos humanos y de protección internacional de la que España es parte». Esto significa que la actuación ha de llevarse a cabo con las garantías que a las personas extranjeras reconocen las normas, acuerdos y tratados internacionales rubricados por España, lo que conecta, a través del art. 10.2 CE, con nuestro propio sistema de derechos fundamentales y libertades (STC 36/1991, de 14 de febrero, FJ 5). Serán las disposiciones que se adopten para cumplir de un modo real y efectivo con las normas internacionales de derechos humanos las que tengan que asegurar el pleno respeto a las garantías derivadas de la dignidad de la persona, que nuestra Constitución reconoce a todas las personas sometidas a la actuación de los poderes públicos españoles (STC 53/2002, de 27 de febrero, FJ 4).

En todo caso, de las referidas obligaciones internacionales en materia de derechos humanos se desprende que, con motivo de esta actuación de «rechazo en frontera», los cuerpos y fuerzas de seguridad deberán prestar especial atención a las categorías de personas especialmente vulnerables, entre las que se cuentan, con distinta proyección e intensidad, las que aparenten manifiestamente ser menores de edad (sobre todo cuando no se encuentren acompañados por sus familiares), debiendo atender la especial salvaguardia de los derechos reconocidos en el art. 3.1 de la Convención de Naciones Unidas sobre los derechos del niño, estar en situación de mujer embarazada o resultar afectados por serios motivos de incapacidad, incluida la causada por la edad avanzada y personas encuadradas en la categoría de especialmente vulnerables.

c) En último lugar, debemos pronunciarnos acerca de si, como sostienen los recurrentes, la disposición adicional décima de la Ley Orgánica sobre derechos y libertades de los extranjeros en España no respeta la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, en lo que se refiere a la aplicación del principio de «no devolución», desincentivando el ejercicio del derecho de asilo previsto en el art. 13.4 CE.

Conviene recordar que en el caso de las personas extranjeras que no reúnan los requisitos necesarios para entrar en España y presenten una solicitud de asilo, habrá que estar a lo dispuesto en los arts. 21 y 22 de la Ley 12/2009, de 30 de octubre, reguladora del derecho de asilo y de la protección subsidiaria, que contemplan, mientras dure la tramitación del expediente y la permanencia en las dependencias habilitadas a tal efecto. Y que el apartado tercero de la disposición adicional décima de la Ley Orgánica sobre derechos y libertades de los extranjeros en España señala que la formalización de las solicitudes de protección internacional se realizará en los lugares habilitados en los puestos fronterizos, tramitándose de conformidad con la normativa aplicable en la materia.

El derecho de asilo, como es sabido, está especialmente vinculado con el principio de «no devolución» que opera, hoy día, como una garantía aplicable a toda la legislación en materia de extranjería, y cuya finalidad es impedir la devolución de una persona a un territorio en el que su vida, integridad o libertad corran peligro (art. 33 de la Convención de Ginebra de 1951 sobre el estatuto de los refugiados; y en el ámbito de la Unión Europea, se plasma en el art. 19.2 de la Carta de derechos fundamentales, y el art. 5 de la Directiva 2008/115/CE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 16 de diciembre de 2008, del retorno de los nacionales de terceros países en situación irregular).

Este principio ha sido desarrollado por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos con ocasión de las expulsiones o deportaciones, y se traduce en la obligación de los Estados de asegurarse del trato al que se exponen los extranjeros que se devuelven al país de origen o de procedencia a los efectos de no incurrir en una vulneración del art. 3 CEDH: prohibición de la tortura y de los tratamientos inhumanos o degradantes [SSTEDH de 28 de febrero de 2008, caso Saadi c. Italia, § 124 a 133, 137 a 141 y 147 in fine; de 5 de mayo de 2009, caso Sellem c. Italia, § 28 a 37; de 3 de diciembre de 2009, caso Daoudi c. Francia, § 64; de 23 de febrero de 2012, caso Hirsi Jamaa y otros c. Italia, § 113 a 114, y de 19 de diciembre de 2013, caso N.K. c. Francia, § 37 a 41, entre otras]. Además, el Tribunal recuerda –en la ya citada STEDH 13 de febrero de 2020, caso N.D. y N.T. c. España–, a los Estados que, como España, tienen fronteras exteriores de la Unión Europea, el deber de disponer de un acceso real y efectivo a los procedimientos legales de entrada, para que todas las personas que se enfrenten a una persecución, con riesgo para su vida o integridad, y alcancen las fronteras puedan presentar una solicitud de protección, ex art. 3 CEDH, en condiciones tales que garanticen la tramitación de la solicitud de manera coherente con las normas internacionales y el propio Convenio europeo de derechos humanos (§ 209). Y concluye que si tales medios existen y son efectivos, los Estados «podrán denegar la entrada en su territorio a los extranjeros, incluidos los posibles solicitantes de asilo, que hayan incumplido, sin razones convincentes […], estas disposiciones al tratar de cruzar la frontera por un lugar diferente no autorizado […]» (§ 210).

Teniendo en cuenta que la disposición adicional décima de la Ley Orgánica sobre derechos y libertades de los extranjeros en España en nada excepciona el régimen jurídico previsto en la Ley 12/2009, de 30 de octubre, reguladora del derecho de asilo y de la protección subsidiaria de asilo, al limitarse a indicar dónde se han de formalizar las solicitudes –puestos fronterizos de Ceuta y Melilla–, y que los medios, que permiten acceder a un procedimiento de entrada legal al territorio español, deben existir y ser efectivos, en cumplimiento por el Estado español de las obligaciones internacionales, no se pueden acoger los reproches de inconstitucionalidad formulados por los recurrentes.

En conclusión, la disposición adicional décima de la Ley Orgánica sobre derechos y libertades de los extranjeros en España, en los términos en que ha sido interpretada en este fundamento jurídico, se ajusta al marco constitucional, por lo que se ha de desestimar su inconstitucionalidad.

FALLO

En atención a todo lo expuesto, el Tribunal Constitucional, POR LA AUTORIDAD QUE LE CONFIERE LA CONSTITUCIÓN DE LA NACIÓN ESPAÑOLA,

Ha decidido

1.º Declarar la inconstitucionalidad y la nulidad del inciso «no autorizado» del art. 36.23 de la Ley Orgánica 4/2015, de 30 de marzo, de protección de la seguridad ciudadana (LOPSC).

2.º Declarar que los arts. 36.23, 37.3 y 37.7 no son inconstitucionales siempre que se interpreten en el sentido establecido, respectivamente, en el FJ 7 C) el art. 36.23; en el FJ 6 E) el art. 37.3 y en el FJ 6 F) el art. 37.7.

3.º La disposición final primera por la que se introduce la disposición adicional décima en la Ley Orgánica 4/2000, de 11 de enero, sobre derechos y libertades de los extranjeros en España y su integración social, es conforme a la Constitución, siempre que se interprete tal y como se ha indicado en el fundamento jurídico 8 C), concretado en los siguientes puntos:

a) Aplicación a las entradas individualizadas.

b) Pleno control judicial.

c) Cumplimiento de las obligaciones internacionales.

4.º Desestimar el recurso de inconstitucionalidad en todo lo demás.

Publíquese esta sentencia en el «Boletín Oficial del Estado».

Dada en Madrid, a diecinueve de noviembre de dos mil veinte.–Juan José González Rivas.–Encarnación Roca Trías.–Andrés Ollero Tassara.–Santiago Martínez-Vares García.–Juan Antonio Xiol Ríos.–Pedro José González-Trevijano Sánchez.–Antonio Narváez Rodríguez.–Alfredo Montoya Melgar.–Ricardo Enríquez Sancho.–Cándido Conde-Pumpido Tourón.–María Luisa Balaguer Callejón.–Firmado y rubricado.

Voto particular que formula la magistrada doña María Luisa Balaguer Callejón a la sentencia dictada en el recurso de inconstitucionalidad núm. 2896-2015

En ejercicio de la facultad que me confiere el art. 90.2 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, y con pleno respeto a la opinión de la mayoría reflejada en la sentencia, formulo el presente voto, dejando constancia de los fundamentos de mi posición discrepante con el fallo y con los razonamientos que lo sustentan.

Estas diferencias abarcan al sistema sancionador aplicado al ejercicio del derecho de manifestación, a la facultad de las fuerzas de orden público para llevar a cabo cacheos con desnudo, a la posibilidad de manifestarse delante de las Cámaras legislativas, y a la devolución en frontera y sin procedimiento previo de migrantes que no entraron en España por los puestos habilitados a estos efectos.

1. La seguridad ciudadana y su regulación constitucional.

La noción de seguridad que subyace en la Ley Orgánica 4/2015, de 30 de marzo (LOPSC), parte de la necesidad de mantener el orden público necesario para el mantenimiento de la tranquilidad ciudadana. El preámbulo de la ley hace expresa referencia a esa finalidad como «la preservación no solo de la seguridad, sino también de la tranquilidad y la pacífica convivencia ciudadanas» que pueden ser alteradas por «peligros indefinidos», en una relación de oposición entre libertad y seguridad que no es propia de los estados constitucionales, en los que la reivindicación ante los poderes del Estado, mediante la presión en la calle, se reconoce como forma legítima de expresión de la participación política, para la concienciación ciudadana y en el uso del valor constitucional del pluralismo político recogido en el art. 1 CE.

Pero tanto la ley como la sentencia de la que disiento, pese a todas las proclamaciones formales contenidas en sus respectivos textos, ignoran que la normativa sobre seguridad ciudadana debiera partir de una premisa garantista y de mínima intervención en el alcance de los derechos fundamentales. Porque su finalidad esencial no es asegurar la comodidad o el sosiego de la ciudadanía, ni siquiera la tranquilidad pública evitando los inconvenientes que genera en la convivencia el ejercicio de determinados derechos fundamentales, sino asegurarse de que las administraciones públicas en general, y los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado en particular, no interfieren en el ejercicio de los derechos fundamentales de la ciudadanía actuando de modo arbitrario, irrazonable y con abuso de derecho. La libertad debe ser la regla y la restricción su excepción. La Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana no debiera ser una ley de control de la ciudadanía, sino una norma de control del poder que se ejerce sobre la ciudadanía. Y si la sentencia se hubiera formulando desde esta perspectiva, las conclusiones alcanzadas hubieran sido necesariamente distintas.

Si se sostiene una concepción garantista de la norma, el juicio de constitucionalidad exige un juicio de proporcionalidad –entendido en sentido amplio–, menos reduccionista, más riguroso y sensiblemente menos apodíctico. Por eso, se puede concluir que la sentencia comparte el presupuesto defensivo en que se basó el legislador al elaborar la Ley de protección de la seguridad ciudadana del año 2015. No basta con formular definiciones aclaratorias y distintivas sobre qué sea la seguridad ciudadana o la seguridad pública, como se hace en el fundamento jurídico 3 sobre la base de lo que la propia ley contempla. Pese a que se declare insistentemente que el canon de enjuiciamiento de las medidas restrictivas de derechos pasa por el examen de la previsión legal, la existencia de un fin constitucionalmente legítimo, y la formulación del juicio de proporcionalidad (idoneidad, necesidad y proporcionalidad en sentido estricto), la conclusión parte de un desnivel evidente entre la concepción del pluralismo político y la libertad de manifestación, supeditados a la tranquilidad ciudadana y la seguridad como ausencia de conflicto. Igualmente, como veremos, se reitera hasta el agotamiento la jurisprudencia constitucional previa, o la del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, sin extraer las consecuencias que cabría afirmar de esa invocación porque la suma de todos esos argumentos, que acepto y comparto, pierde todo sentido si en el examen de cada uno de los preceptos impugnados, se ignoran el contexto y razones que sustentan la aprobación de la ley y las consecuencias reales de su aplicación o, como sucede en relación con varios de los preceptos impugnados, no se desarrolla el juicio completo de proporcionalidad de las medidas limitativas de los derechos fundamentales en juego.

El juicio abstracto de constitucionalidad no puede ser ni un juicio ciego, ni ignorante de la realidad social sobre el que ha de proyectarse. Porque la Ley de protección de la seguridad ciudadana del año 2015 viene a ampliar, respecto de la previa del año 1992 (Ley Orgánica 1/1992, de 21 de febrero, sobre protección de la seguridad ciudadana), las facultades de control del poder ejecutivo sobre el libre ejercicio de determinados derechos fundamentales que conforman «el derecho de protesta», a saber: el derecho de asociación (art. 22 CE), el derecho de reunión (art. 21.1 CE), el derecho de manifestación (art. 21.2 CE), la libertad de expresión [art. 20.1 a) CE] y las libertades informativas [art. 20.1 d) CE], cuando su libre ejercicio se configura como una modalidad del derecho de participación política.

Y ello es así porque durante las últimas décadas, la sociedad civil ha venido transformando progresivamente sus formas de participación política. La protesta ciudadana, que en décadas anteriores tuvo una forma de expresión más formalizada institucionalmente, ha girado desde principios de este siglo a la ocupación del espacio público –físico y virtual– en conexión con las sucesivas crisis vividas desde el 11 de septiembre de 2001. En la búsqueda de nuevas formas de hacer oír su voz para la defensa de los derechos individuales y colectivos y, en particular, de los derechos prestacionales tras la crisis económica de 2008, los movimientos sociales, las organizaciones de la sociedad civil, las plataformas, agrupaciones y asociaciones han incrementado su recurso al derecho de manifestación en espacios de todo tipo. Esto provocó en España un aumento inusitado de las manifestaciones, reuniones y ocupación de espacios comunes, incluso de edificios públicos, durante los años inmediatamente anteriores a la vigencia de la ley, y son una razón importante si no la única, de blindar al aparato del Estado frente a las protestas por lo que todos estos grupos consideraron un reparto injusto de los efectos de la crisis económica. Desde mayo de 2011, el movimiento del 15-M y todos los que le acompañaron como antecedentes o derivados (las mareas, el movimiento anti desahucio a través de las acciones de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca, la plataforma Rodea el Congreso y un largo etcétera) cambiaron la forma de hacer política y de ejercer el derecho a participar en los asuntos públicos de forma directa, fuera de otros tradicionales cauces constitucionalmente previstos. Transformaron la forma de entender el pluralismo político y cambiaron la escena pública y las reglas de convivencia ciudadana ocupando los espacios públicos. Baste traer aquí los datos del Ministerio del Interior –que no recogen lo acontecido en País Vasco ni en Cataluña–: en 2012 y 2013 se alcanzó la mayor cifra de manifestaciones desde la aprobación de la Constitución de 1978, que llegó a ser de 44.223 manifestaciones comunicadas en 2012.

Y es en respuesta a ese desarrollo del derecho a la protesta y a esa solicitud extraparlamentaria y extrajudicial de canalizar el conflicto por lo que se elabora la Ley Orgánica 4/2015, sujeta desde su aprobación a sospechas de inconstitucionalidad mucho más amplias que las que los recurrentes terminaron por incluir en su demanda. Una parte de las nuevas conductas consideradas infracciones (muy graves, graves o leves) reflejan las nuevas formas de protesta surgidas en los años previos. Pero la ley no respondía a ninguna demanda social, como prueban por ejemplo las encuestas del Centro de Investigaciones Sociológicas de aquellos años. Tampoco encuentra eco ni adecuada receptividad en el Consejo General del Poder Judicial (informe al anteproyecto de Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana, de 30 de diciembre de 2013), ni en los organismos de Naciones Unidas encargados de la vigilancia del cumplimiento de los grandes tratados de derechos humanos, ni del comisario de derechos humanos del Consejo de Europa.

El Consejo General del Poder Judicial reconoció expresamente que el proyecto de la Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana se situaba en lo que se ha venido a llamar «Derecho penal de la peligrosidad». Y en su informe destaca cómo «desde los axiomas de este Derecho, la seguridad se convierte en una categoría prioritaria en la política criminal, como un bien que el Estado y los poderes públicos han de defender con todos los medios e instrumentos a su alcance. Como consecuencia de ello, la Ley proyectada, por un lado, intensifica la acción preventiva no solo del delito, sino también de las infracciones administrativas, y por otro, incrementa notablemente las infracciones contra la seguridad ciudadana».

Por su parte el Report of the Special Rapporteur on the rights to freedom of peaceful assembly and of association, firmado por Maina Kiai el 10 de junio de 2013 [A/HRC/26/29/Add. 1], responde a las dudas sobre la conformidad del entonces anteproyecto de Ley Orgánica sobre protección de la seguridad ciudadana, con estándares internacionales de derechos humanos, manifestando su preocupación por que «se haga prevalecer un concepto extensivo de seguridad de instituciones y autoridades sobre la protección del ejercicio de los derechos y libertades civiles de los ciudadanos, incluido el derecho a la libertad de reunión pacífica». El relator, se manifiesta «hondamente preocupado por las restricciones desproporcionadas y excesivas al derecho de reunión pacífica que supone el ALOPSC, ya que temo que socaven la existencia misma de los atributos de pluralismo, tolerancia y mentalidad abierta necesarios a cualquier sociedad democrática». Esa misma preocupación se pone de manifiesto tanto en el examen periódico universal de Naciones Unidas (EPU) del año 2015 [una de cuyas recomendaciones (131.111) aboga por la modificación de la ley de seguridad ciudadana de modo que la libertad de expresión y el derecho de reunión pacífica no se vean limitados, y otra (131.180) se refiere a la necesidad de modificar la regulación de las devoluciones en Ceuta y Melilla], como en el EPU 2020 que, a falta de conclusiones finales, también se ha detenido en la cuestión de las devoluciones sumarias en las líneas fronterizas de Ceuta y Melilla y de los efectos que la aplicación de la Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana ha tenido sobre el disfrute de las libertades fundamentales y el derecho a participar en la vida pública y política [documento A/HRC/WG.6/35/ESP/3, en el que se resumen las comunicaciones de las partes interesadas sobre España].

La justificación de la aprobación de la ley responde a la lógica del mantenimiento de la seguridad en la gestión de los problemas políticos y sociales, sin que luzca en ningún momento la toma de conciencia por parte del legislador de que ha emergido una nueva situación generalizada de forma de protesta, que por otra parte es común a muchos países de nuestro entorno democrático. Y es así una reacción, porque quienes ejercen el derecho a la protesta son considerados elementos perturbadores del orden público y la convivencia, y no sujetos activos de la construcción del pluralismo político. Y esa lógica, que deslegitima al sujeto crítico y a los colectivos en que se integra, asume y traduce una desproporcionada restricción de los derechos fundamentales a través de los cuales se ejerce el derecho de protesta, porque prioriza el mantenimiento de una tranquilidad social, que se equipara a la seguridad ciudadana, frente al valor constitucional del pluralismo. Y así olvida que, en un Estado social y democrático de Derecho (art. 1.1 CE), la lucha por la superación de las desigualdades, y por la remoción de los obstáculos que impiden la igualdad efectiva de los individuos y los grupos en que se integran (art. 9.2 CE) es el presupuesto de la cohesión social, que debe estar en la base de la garantía de ese sosiego y paz sociales a que aspira la Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana. Tener seguridad ciudadana también es disfrutar en condiciones de igualdad los derechos reconocidos en la Constitución (art. 9.2 CE), tener un nivel de vida digno (art. 10.1 CE) y ejercer derechos como el de reunión (art. 21.1 CE) y la libertad de expresión [art. 20.1 a) CE] sin acoso institucional y sin arriesgarse a sufrir sanciones desproporcionadas. La perturbación de la tranquilidad ciudadana y del orden, dentro de los límites constitucionalmente previstos, fuera del recurso a la violencia, y siempre que no pueda ser tildada de grave, puede encontrar sustento en el ejercicio de derechos fundamentales, y puede resultar esencial a la construcción del pluralismo político que está en la base de las sociedades democráticas.

Si no se tiene en cuenta todo esto, no se puede entender la ley, ni se puede interpretar de forma coherente con la Constitución. La desconexión del legislador con la realidad social de 2015, se traduce hoy en la desconexión del intérprete de la Constitución con la realidad social de 2020, de nuevo en crisis, de nuevo en plena reflexión sobre el alcance de las libertades individuales y el ejercicio de los derechos de protesta en una situación de grave crisis sanitaria que obliga a pensar, ya no en la seguridad ciudadana, sino en la salud pública.

Buena parte de los preceptos objeto de este recurso de inconstitucionalidad, no observan la exigencia constitucional de limitar los derechos desde el cumplimiento de los principios de seguridad jurídica, legalidad y proporcionalidad. Pero la sentencia no lo pone de manifiesto. Bien porque no formula de forma completa y acabada el juicio de proporcionalidad [en relación con los arts. 20.2 –fundamento jurídico 4–; 36.2 –fundamento jurídico 6 C) c)–; 37.1 –fundamento jurídico 6 D)–]; bien porque desarrolla una interpretación conforme en el marco del derecho administrativo sancionador que elude la sujeción al principio de taxatividad, y genera mucha más inseguridad jurídica que la que intenta combatir, además de provocar un efecto de desaliento claro en relación con el ejercicio del derecho fundamental (arts. 37.3 –fundamento jurídico 6 E)–; 37.7 –fundamento jurídico 6 F)–; y disposición final primera –fundamento jurídico 8–).

En la sentencia libertad y seguridad aparecen como un binomio, y de hecho así se presentan en el art. 17 CE. Pero la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político son los valores superiores del ordenamiento jurídico de nuestro social y democrático Estado de Derecho (art. 1.1. CE), y esa naturaleza diversa y privilegiada debe tenerse en cuenta a la hora de examinar la constitucionalidad de las restricciones de los derechos que encarnan dichos valores, en particular cuando las restricciones vienen de la mano del derecho administrativo sancionador. Pero la sentencia no lo ha hecho.

a) Manifestarse ante el lugar en que se ejercita el mandato parlamentario no puede ser un ejercicio ilegítimo del derecho de participación política (art. 36.2 LOPSC y art. 21 CE).

Las manifestaciones tienen una relevancia fundamental como factor político, y son una forma de acción colectiva imprescindible en las democracias occidentales. Sabiendo cómo ha mutado la forma de convocatoria, su alcance y el desarrollo de las mismas, ya no se puede pensar en las manifestaciones solo como expresión de conflicto –que las provoca o que puedan llegar a producir–, sino también como una forma de expresión de la democracia, porque están dentro del proceso político y porque dan una lectura nueva al derecho de participación política del art. 23.1 CE. La mera evocación del movimiento altermundialista, de la Primavera Árabe, de las manifestaciones contra las medidas vinculadas a la declaración de estados excepcionales en distintos países de Europa, o del movimiento Huelga de mujeres en Polonia, en fechas muy recientes, es prueba manifiesta de esa dimensión político-participativa.

En este contexto, el lugar en que se realizan las manifestaciones participa también de la construcción del discurso político inmanente, y la ocupación del espacio es una forma de darle valor simbólico y colocarlo en el debate político. Manifestarse en las Cortes, los Parlamentos o las sedes gubernamentales, también forma parte del diálogo político que, si es pacífico y sin el recurso a la violencia, estaría dentro del contenido del art. 21 CE. Las manifestaciones celebradas ante parlamentos o asambleas, en las que se reúnen los representantes de la ciudadanía y se ejerce el mandato representativo, no solo tienen por objeto, como apunta la sentencia, hacer llegar un mensaje a los representantes de la soberanía popular, sino que además expresan la desconexión sentida entre quienes son titulares de esa soberanía, y quienes toman decisiones en su nombre y representación. El espacio simbólico, en este caso, forma parte del discurso político de forma clara, y más si tenemos en cuenta que, existiendo tipos penales específicos para salvaguardar la inviolabilidad colectiva de las Cámaras (los arts. 494, 495 y 498 CP), la inclusión del art. 36.2 LOPSC no está justificada.

Sin embargo, la sentencia no parte del presupuesto de que la manifestación ante las cámaras legislativas sea ejercicio legítimo y parte de los derechos de manifestación y de participación política. Desde esta premisa, hubiera debido formularse un análisis más estricto de una previsión sancionadora que califica la conducta como grave. Y pese a no ignorar la realidad a la que acabo de referirme, en la medida en que reconoce que el espacio urbano es un espacio de participación y que el lugar en que se celebra la concentración no es ajeno a la eficacia de la manifestación, no extrae de ese reconocimiento formal las consecuencias materiales adecuadas. La mayoría del tribunal asume la concepción de que el mero hecho de manifestarse ante las sedes de dichas cámaras de representación implica un riesgo o amenaza para el desarrollo normal de las actividades parlamentarias, estén o no estén reunidos en el interior de la sede quienes desarrollan dichas actividades.

El art. 36.2 LOPSC cualifica como infracción grave, específicamente, los desórdenes o amenazas a la seguridad ciudadana, cuando esta se quebranta ante las cámaras legislativas. La cualificación de la infracción va asociada al lugar de celebración de la manifestación, y esto exige que el juicio de constitucionalidad analice la idoneidad, necesidad y proporcionalidad, no ya de la tipificación del hecho ilícito, sino de su calificación concreta. Y es en este punto del argumento de la sentencia en el que se centra mi desacuerdo.

El conflicto entre la protección constitucional de la función representativa parlamentaria (que se vincula a los arts. 66.3 y 77 CE) y la garantía del valor expresivo, democrático y simbólico del derecho de reunión ante las cámaras parlamentarias se resuelve en la sentencia a favor del primer elemento del binomio. No se tiene en cuenta realmente, aunque se invoque la jurisprudencia previa que lo reconoce, que también el derecho de manifestación colabora en la construcción y desarrollo de la democracia y el pluralismo político, siendo este además una fórmula de participación directa –no institucionalizada– en los asuntos públicos en el marco de nuestro Estado social y democrático de Derecho [SSTC 85/1988, FJ 2; 66/1995, FJ 3; 284/2005, FJ 3, y 90/2006, FJ 2 a)].

Las razones que llevan a resolver de este modo el conflicto se expresan claramente en el fundamento jurídico 6, apartado C) c). Para el tribunal el precepto persigue dos fines constitucionales legítimos, asegurar «el normal funcionamiento del órgano parlamentario en sus distintas formas y composiciones» y evitar que se «produzca una desconsideración del símbolo encarnado en las sedes parlamentarias que razonablemente pueda coadyuvar por sí misma, o mediante la incitación de otras conductas, a que se ponga en riesgo la tranquilidad y convivencia ciudadanas [art. 3 c) LOPSC] o a que, de un modo más general, se condicione a otros ciudadanos el libre ejercicio de sus derechos y libertades reconocidos por el ordenamiento jurídico [art. 3 a) LOPSC]».

Una interpretación sistemática y teleológica de los diversos preceptos constitucionales, tanto de los que consagran los derechos fundamentales como de los que establecen los privilegios institucionales, podría justificar una restricción del derecho de reunión con la finalidad de asegurar el normal funcionamiento de las instituciones parlamentarias, pero siempre que esa limitación sea motivada, proporcionada y necesaria para conseguir dicho fin (SSTC 195/2003, FJ 7, y 24/2015, FJ 4, entre otras). Esa finalidad, por tanto, podría ser legítima, pero no concurre cuando no existe actividad en el interior de las Cámaras. El símbolo de la institución y el símbolo del ejercicio del derecho, ambos fundamentales para la construcción del sistema democrático, tienen igual valor constitucional y no debiera priorizarse a uno sobre el otro. Por eso, resulta evidente la inconstitucionalidad del precepto impugnado cuando cualifica el comportamiento punible por el mero hecho de que se produzca ante las cámaras cerradas. Porque en este caso no hay función parlamentaria que preservar. Y la preservación del símbolo no basta para justificar la restricción del derecho, porque la dignidad se predica de los seres humanos, titulares de los derechos fundamentales (art. 10.1 CE) y no de las instituciones o de los edificios en que estas se albergan.

Por lo que hace a la sanción de la conducta cuando las cámaras estén reunidas o se estén desarrollando actividades parlamentarias, el precepto tampoco se adecúa al canon de constitucionalidad que la sentencia expone con carácter general. No resulta fácil deslindar qué tipo de perturbaciones, que alteren el funcionamiento normal de las Cámaras legislativas, son susceptibles de tener su encaje en el tipo infractor del art. 36.2 LOPSC, si tenemos en cuenta que el art. 494 CP sanciona las conductas derivadas de reuniones o manifestaciones que, estando reunidas las Cámaras, tengan como resultado «alterar su normal funcionamiento». ¿Qué diferencia hay entonces entre la conducta tipificada penalmente y la que constituye la infracción administrativa? La fórmula empleada para definir el bien jurídico objeto de tutela por la infracción administrativa –«perturbación grave de la seguridad ciudadana» en conexión con la «garantía del normal funcionamiento de las instituciones»– y por el tipo penal –«alteración del normal funcionamiento»– no contribuye a facilitar la tarea de delimitar su respectivo ámbito de aplicación. Además, las conductas objeto de sanción administrativa también podrían tener su encaje en otros tipos infractores previstos en la propia Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana, como el del art. 36.3, sin que quede claro, conforme a las reglas concursales del art. 31 LOPSC cuál sea el precepto especial. Todo ello reduce el ámbito de aplicación de la infracción administrativa a la sanción de acciones que, pudiendo incidir en el funcionamiento de las instituciones parlamentarias, no revisten suficiente entidad como para perturbar de forma grave la seguridad ciudadana, o superar el nivel de simple molestia o incomodidad en el desarrollo de la actividad parlamentaria.

Por tanto, el tipo infractor introduce, por su configuración legal, una restricción del derecho de reunión que no supera el juicio de proporcionalidad, a la vez que desincentiva su ejercicio bajo la amenaza de sanción administrativa grave (SSTC 66/1995, FFJJ 3 y 5, y 42/2000, FJ 2). Dicho en otros términos su configuración no satisface la necesidad de definir de forma concreta, precisa, clara e inteligible las conductas infractoras y sus correspondientes sanciones (SSTC 145/2013, FJ 4, y 185/2014, FJ 8). Y, por ello, no solo vulnera el art. 21 CE, sino también el art. 25.1 CE, por su carácter excesivamente abierto e indeterminado.

b) Las manifestaciones espontáneas no son manifestaciones prohibidas. Las sanciones asociadas a su celebración generan un efecto desaliento en el ejercicio del derecho que es constitucionalmente inadmisible (art. 37.1 LOPSC y art. 21 CE).

De la lectura combinada de los arts. 30.3 y 37.1 LOPSC se deriva la sanción a los organizadores o promotores de manifestaciones prohibidas, no comunicadas o que habiéndose comunicado no respetan los términos de la comunicación o de las modificaciones gubernativas a los términos de la comunicación. Por tanto, las manifestaciones espontáneas, aun cuando sean pacíficas, pasan a considerarse como constitutivas de infracción administrativa leve, haciéndose responsable a quienes las organicen o promuevan.

La sentencia sostiene la constitucionalidad del precepto desde el punto de vista de la taxatividad y la seguridad jurídica (arts. 25.1 y 9.3 CE) negando que suponga una limitación injustificada o desproporcionada del derecho de reunión, o que provoque efecto desaliento respecto de su ejercicio. Pero, a mi juicio, la norma invierte la lógica constitucional del reconocimiento del derecho de manifestación, al modificar la consideración del acto formal de comunicación. Esa mutación del derecho, es una alteración clara de su contenido esencial que, por ello, deviene inconstitucional por oposición al art. 21 CE.

El artículo 21 CE prohíbe expresamente en su apartado primero, la posibilidad de que tanto la norma como la práctica administrativa, sometan el ejercicio del derecho de reunión a autorización. Toda disposición, o acto administrativo, que tuviera tal objetivo vulneraría, por tanto, el artículo mencionado. Por esto, el apartado segundo del precepto, que contempla la necesidad de comunicar previamente a la autoridad competente la convocatoria y celebración de toda reunión o manifestación, solo resulta coherente con la primera parte del art. 21 CE si se niega cualquier virtualidad condicionante del ejercicio del derecho al acto de comunicación. Si se comunica la manifestación es para garantizar su adecuado ejercicio por los convocantes y para evitar, en la medida de lo posible, que el ejercicio del derecho pueda afectar negativamente a personas y bienes, o pueda suponer la lesión de otros derechos constitucionalmente reconocidos, en cuyo caso cabe introducir modificaciones en el ejercicio del derecho comunicado, incluso condiciones suspensivas. Pero estas modificaciones deben ser siempre analizadas restrictivamente. Así, la comunicación previa debe ser entendida no como sumisión del ejercicio del derecho a la autorización gubernativa, sino como instrumento al servicio de quienes ejercen el derecho de manifestación. La sanción de la falta de comunicación subvierte este modo de entender la comunicación previa y lo transforma de hecho en una sumisión a la autorización administrativa. Si la administración sanciona por no comunicar, o no ajustarse a los términos de la comunicación previa, entonces la comunicación deviene en acto con un contenido material vinculante que sujeta a los organizadores y permite exigir responsabilidades por parte de la administración.

Como en otros preceptos de la sentencia, el tribunal interpreta erróneamente, a mi juicio, la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, descontextualizando los pronunciamientos que utiliza como argumentos de refuerzo, y olvidando dos consideraciones fundamentales. La primera, que el art. 10.2 CE impone una obligación –no siempre seguida por este tribunal– de ajuste o de confluencia interpretativa de mínimos, de modo que nada impide al Tribunal Constitucional aplicar estándares más garantistas que los que derivan de la doctrina de Estrasburgo. En realidad, la única autonomía interpretativa de la jurisdicción constitucional debiera situarse en la mejora de esos estándares. La segunda, que las sentencias del Tribunal Europeo de Derechos Humanos resuelven demandas individuales y concretas, no hacen juicios abstractos de convencionalidad, de modo que no se pueden trasladar acríticamente los fundamentos de las sentencias, sin tener en cuenta los presupuestos fácticos y normativos que los condicionan, obviando la existencia de un margen de apreciación que se reconoce a los Estados.

Y, por eso, cuando se acude a la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos para afirmar que los Estados pueden exigir una notificación previa a la celebración de una manifestación, debiera recordarse que España no puede exigir una notificación previa que tenga naturaleza de solicitud de autorización, porque ello resulta incompatible con el propio texto de la Constitución.

La corte de Estrasburgo siempre realiza el análisis completo de la limitación de las medidas restrictivas de derechos fundamentales examinando que dichas medidas estén previstas en la ley, tengan una finalidad legítima y sean necesarias en una sociedad democrática. Y este último paso en la aplicación del canon es fundamental, porque es donde se puede examinar si la injerencia en el ejercicio del derecho se ajusta a las circunstancias concretas del caso. Es cierto que cuando se formula un control abstracto de constitucionalidad, como es aquí el caso, exponer el juicio de proporcionalidad no es tan sencillo, porque el contexto es general y fundamentalmente teórico. Pero la dificultad no exime de la necesidad de abordar el argumento de forma completa. Como dice el propio Tribunal Europeo de Derechos Humanos «la proporcionalidad exige un equilibrio entre los imperativos de los fines enumerados en el párrafo segundo del artículo 11 (art. 11-2) y los de la libre expresión mediante la palabra, el gesto o incluso el silencio de las opiniones de las personas reunidas en la calle o en otros lugares públicos» (STEDH de 26 de abril de 1991, caso Ezelin c. Francia).

En este caso, el imperativo es la garantía de la seguridad pública, pero no se justifica que, en el supuesto de tratarse de una reunión pacífica y sin armas, pueda llegar a considerarse una infracción el hecho de que la manifestación no haya sido comunicada en tiempo y forma, o el hecho de que transcurra por un itinerario distinto al anunciado previamente, o distinto al marcado en la comunicación de la Subdelegación del Gobierno. Para garantizar la seguridad pública, podría ser sancionable, lo es de hecho, la perturbación de la seguridad ciudadana (art. 36.1 LOPSC); la provocación de desórdenes (art. 36.3 LOPSC); la perturbación del desarrollo de una manifestación lícita (art. 36.8 LOPSC). Pero si se sanciona la celebración de una reunión pacífica, en la que no se produce alteración alguna del orden público, ni más molestia que la derivada del mero hecho de que se esté celebrando una manifestación, entonces lo que se está sancionando es la falta de comunicación, y la finalidad, entonces, no puede ser la preservación de la seguridad ciudadana, de modo que hay una evidente desconexión entre el fin declarado y la medida adoptada de la que se deriva la falta de proporcionalidad de la medida limitativa de derechos.

c)Si no sabemos qué tipo de actuación es reprochable administrativamente, es que no se cumple el principio de taxatividad (arts. 37.3 y 37.7 LOPSC y art. 25 CE).

El intento por formular declaraciones conformes de la ley en preceptos que, o bien son claramente restrictivos de derechos, o bien pertenecen al ámbito del derecho administrativo sancionador suponen un perjuicio mayor para el ordenamiento, del que se derivaría de la expulsión de esas mismas normas del sistema de fuentes.

Las sentencias interpretativas, «rechazan una demanda de inconstitucionalidad o, lo que es lo mismo, declaran la constitucionalidad de un precepto impugnado en la medida en que se interprete en el sentido que el Tribunal Constitucional considera adecuado a la Constitución, o no se interprete en el sentido (o sentidos) que considera inadecuados» (STC 5/1981). El problema, en este caso, es que el primer aplicador de la norma declarada conforme bajo ciertas condiciones va a ser, precisamente, el sujeto llamado a limitar el ejercicio del derecho fundamental en conflicto, según la lógica y finalidad de la Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana a la que hemos hecho referencia en las primeras líneas de este voto. Y ese sujeto será conocedor de la norma, pero no necesariamente de la sentencia que dice cómo ha de ser interpretada. Y hasta que llegue el asunto a ser dirimido por un juez que sea capaz de aplicar la adecuada interpretación conforme, el derecho a la intimidad, o la garantía de no devolución, o el derecho de manifestación ya habrán sido menoscabados, y la reparación será muy difícil. Se estará produciendo el, tantas veces rechazado por el Tribunal de Estrasburgo, efecto desaliento en el ejercicio legítimo de los derechos (chilling effect).

Las sentencias constitucionales interpretativas, en materia de garantía de derechos fundamentales frente a la potestad sancionadora del Estado, y, en particular, frente a la potestad sancionadora de la administración, no aseguran una interpretación restrictiva de los límites al ejercicio de los derechos fundamentales, sino todo lo contrario, conforman la interpretación más amplia posible de esos límites dentro de los márgenes de la constitucionalidad. Y eso no es conveniente, ni para la garantía de los derechos, ni para la garantía del principio de seguridad jurídica (art. 9.3 CE).

En suma, si bien las sentencias interpretativas son resultado de la aplicación de los principios de conservación de la ley y de interpretación conforme a la Constitución, pueden no ser siempre compatibles con la garantía de la seguridad jurídica (art. 9.3 CE) y, tratándose de derecho sancionador, con las garantías de tipicidad y taxatividad (legalidad sancionadora art. 25.1 CE). Entiendo que el tribunal debiera haber aplicado en este caso la máxima de que si la interpretación introduce un grado de complejidad en la aplicación de la norma mayor que la derivada de la propia norma, es porque, evidentemente, la interpretación conforme es más bien reconstrucción de la norma y, por tanto, la norma impugnada seguramente era incompatible con el parámetro de control.

El fundamento jurídico 8 de la STC 341/1993, a propósito del enjuiciamiento de la anterior ley de seguridad ciudadana, lo expresaba de este modo: «La interpretación y aplicación legislativa de los conceptos constitucionales definidores de ámbitos de libertad o de inmunidad es tarea en extremo delicada, en la que no puede el legislador disminuir o relativizar el rigor de los enunciados constitucionales que establecen garantías de los derechos ni crear márgenes de incertidumbre sobre su modo de afectación. Ello es no solo inconciliable con la idea misma de garantía constitucional, sino contradictorio, incluso, con la única razón de ser –muy plausible en sí– de estas ordenaciones legales, que no es otra que la de procurar una mayor certeza y precisión en cuanto a los límites que enmarcan la actuación del poder público, también cuando este poder cumple, claro está, el "deber estatal de perseguir eficazmente el delito" (STC 41/1982, fundamento jurídico 2). La eficacia en la persecución del delito, cuya legitimidad es incuestionable, no puede imponerse, sin embargo, a costa de los derechos y libertades fundamentales».

En la sentencia de la que disiento, me parece claro que la eficacia del mantenimiento del orden público y la seguridad ciudadana se impone a costa de derechos y libertades fundamentales, y crea márgenes de incertidumbre sobre la forma de afectación y de garantía de dichos derechos. Prueba de ello son las declaraciones conformes de constitucionalidad de los artículos 37.3 LOPSC [fundamento jurídico 6 E)] y 37.7 [fundamento jurídico 6 F)].

El art. 37.3 LOPSC establece que «el incumplimiento de las restricciones de circulación peatonal o itinerario con ocasión de un acto público, reunión o manifestación, cuando provoquen alteraciones menores en el normal desarrollo de los mismos». La sentencia reconoce que esta redacción puede producir efecto desaliento en el ejercicio del derecho al abarcar cualquier alteración menor en el desarrollo de las reuniones o manifestaciones, de modo que interpreta esta expresión diciendo que las alteraciones deben ser «verdaderamente relevantes, en el sentido de presentar una determinada entidad y gravedad en la medida en que, por tratarse de un precepto del derecho administrativo sancionador, su aplicación debe ser el resultado de una interpretación restrictiva». Por tanto el tribunal, por vía interpretativa, ha modificado el contenido del precepto y las alteraciones menores han pasado a ser alteraciones relevantes por su entidad o gravedad. A mí me parece que estirar el significado de una palabra para hacerle decir lo contrario es reconocer que la expresión contenida en el precepto no respeta los límites que dice aplicar la sentencia.

El art. 37.7 LOPSC, considera infracción leve las ocupaciones de bienes inmuebles o permanecer en ellos –contra la voluntad de su propietario– cuando no sea delito y la ocupación de la vía pública con infracción de lo previsto en la ley o contra la decisión en contrario de la autoridad competente. Por tanto, se sanciona la ocupación, cuando no sea delito, y junto a ello una serie indefinida y seguramente muy amplia de conductas.

Este precepto presenta un claro vicio de falta de taxatividad, y la interpretación conforme que realiza la sentencia no lo supera, sino que ahonda en él. El precepto adolece de una falta de concreción que vulnera claramente el principio de tipicidad, previsto en el artículo 25.1 CE. No se concreta qué ha de entenderse por «ocupación», si habría de concurrir violencia o intimidación, o bastaría con la simple presencia simultánea de personas en tal espacio común, incluso de forma totalmente pacífica. Este precepto podría aplicarse a una acampada reivindicativa, a la instalación de mesas de petición de firmas en una plaza pública sin cobertura legal o contra la orden de la autoridad en aplicación de la ley, o a la instalación de una persona sin domicilio en la calle para pasar la noche, pasando por otro número indefinido de situaciones que no se concretan.

La vía pública, en cuanto espacio de participación, alberga multitud de actividades que son expresión pacífica de la convivencia ciudadana, ajenas al ejercicio del derecho de reunión, pero que pueden estar vinculadas al ejercicio de otros derechos y libertades. Por eso, las eventuales limitaciones han de ser interpretadas con criterios restrictivos y en el sentido más favorable a la eficacia y esencia de tales derechos. No vale la pena recordar la jurisprudencia constitucional que lo reitera hasta la saciedad. Lo hace muy adecuadamente la sentencia. Ahora bien, siendo esto así, no puedo llegar a la misma conclusión que alcanza la sentencia, porque el tipo infractor no satisface ni las exigencias del principio de taxatividad (art. 25.1 CE), ni del principio de seguridad jurídica (art. 9.3 CE). Hemos mantenido la necesidad de que el legislador realice el máximo esfuerzo posible en la definición de los tipos sancionadores, lo que no impide el uso de conceptos jurídicos indeterminados (STC 151/1997, FJ 3), pero sí el empleo de formulaciones tan abiertas «que la efectividad dependa de una decisión prácticamente libre y arbitraria del intérprete y juzgador» (SSTC 100/2003, FJ 2; 26/2005, FJ 3; 242/2005, FJ 2, y 104/2009, FJ 2). De conformidad con la referida doctrina, en el caso del precepto impugnado estamos ante una norma sancionadora en blanco, dado que la ley cuya infracción o cuya aplicación determina la sanción por ocupación de la vía pública es externa a la propia Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana, sin que en ningún momento se concrete de qué ley se trata, ni el tipo de decisión, en confrontación con la cual se origina el comportamiento prohibido. Además, el hecho de establecer una infracción administrativa en una disposición estatal sobre hechos que ya están sancionados por las ordenanzas municipales, no hace más que redoblar el esfuerzo punitivo sobre quienes ocupan el espacio público en defensa de intereses propios o, en la mayoría de los casos, colectivos, y sobre sectores de población excluidos, a los que se sigue colocando bajo el espectro de la vulneración de la ley por el mero hecho de estar en un lugar en el que el resto de la sociedad no quiere verlos, y a los que se somete a sanciones que difícilmente van a poder afrontar. El resultado es la deslegitimación de estas personas y de la forma en que abordan sus reivindicaciones, banalizando así la importancia de ser tomadas en cuenta por los poderes públicos.

2. El derecho a la intimidad personal, y la dignidad de la persona son límites infranqueables a los registros corporales externos [art. 20.2 b) LOPSC y art. 18 CE].

El art. 20.2 b) LOPSC habilita a las y los integrantes de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, sin intervención de autoridad judicial alguna, para realizar registros corporales externos, es decir cacheos, en los que admite la posibilidad del desnudo parcial o incluso integral. Cierto es que la sentencia descarta la posibilidad del desnudo integral, pero no lo es menos que no explica las razones que le conducen a entender de este modo el precepto. Se limita a afirmar que el art. 20 LOPSC no ampara los supuestos de desnudo integral, sin llevar esta consideración al fallo, y sin que esa consideración pueda deducirse de la dicción literal del precepto.

La sentencia entiende en el fundamento jurídico 4 c) que «la "existencia de indicios racionales" que permitan el hallazgo u obtención "de instrumentos, efectos u otros objetos" relevantes para el ejercicio de las funciones de indagación y prevención encomendadas legalmente a las fuerzas y cuerpos de seguridad (art. 20.1 LOPSC), con el fin de preservar la seguridad ciudadana», es el fin constitucionalmente legítimo que justifica la limitación del derecho a la intimidad personal (art. 18.1 CE). Es decir, es la prevención del delito y la indagación de la comisión de eventuales infracciones la que justifica la limitación del derecho sin intervención judicial alguna [en este sentido se pronuncia expresamente la sentencia en el apartado d) del fundamento jurídico 4].

La redacción del precepto deja un margen tan sumamente amplio al criterio discrecional de los agentes de la autoridad, que no hay modo de entender que la medida prevista es proporcional al sacrificio del derecho desplazado, sobre todo teniendo en cuenta que el tribunal ha venido reconociendo que los cacheos con desnudo suponen una intromisión grave en el derecho a la intimidad personal (STC 218/2002). La sentencia afirma que teniendo en cuenta el fin legítimo perseguido (indagación y prevención del delito) la medida es idónea y necesaria, ofreciéndose garantías para su realización con un mínimo impacto en el derecho. Pero no estoy de acuerdo ni con que la finalidad de la media la justifique, ni con su idoneidad ni su necesidad, porque el margen de indefinición de la misma es tan amplio que un juicio indubitado al respecto resulta imposible.

En primer lugar, el presupuesto habilitante para adoptar la medida es que existan «indicios racionales» que puedan conducir al hallazgo de efectos u objetos relevantes para el cumplimientos de las funciones policiales de indagación o prevención (art. 20.1 LOPSC). Así configurada, la finalidad directa de este precepto no es garantizar la seguridad ciudadana, sino asegurar el cumplimiento de las funciones de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado prevista en el art. 11.1 g) de la Ley Orgánica 2/1986, de 13 de marzo (función de asegurar los instrumentos, efectos y pruebas del delito). Por tanto, se sacrifica un derecho íntimamente ligado a la dignidad humana, para que la autoridad policial pueda completar su función indagatoria, sin que necesariamente esté comprometida la seguridad pública en el momento de la intervención corporal externa. La norma no satisface el canon de previsibilidad, porque no concreta los motivos específicos que han de concurrir para adoptar una medida de esta naturaleza. Tampoco se precisan cuáles son los instrumentos u objetos que por su relevancia –potencialidad para generar un riesgo grave para la seguridad ciudadana–, puedan justificarla; ni los hechos o circunstancias que puedan desencadenar la intervención policial (comportamientos delictivos o peligrosos susceptibles de infracción administrativa, su comisión o la simple amenaza o intención de cometerlos, etc.).

Autorizar la práctica de un registro corporal externo que pueda conllevar un eventual desnudo para prevenir o investigar, dado el caso, cualquier infracción administrativa resulta claramente desproporcionado, e ignora además la perspectiva de género y el impacto diferente que tiene sobre la intimidad personal un desnudo en virtud del sexo de la persona que lo sufre. El principio de proporcionalidad tampoco puede entenderse satisfecho por la exigencia de que el registro sea realizado con respeto a los principios de injerencia mínima, de menor perjuicio a la intimidad y dignidad de la persona afectada, y de idoneidad, necesidad y proporcionalidad (apartados 3 y 4), porque las garantías previstas dejan abierta la opción de que, en caso de urgencia, no se atienda a las mismas, abriendo de nuevo un amplio margen a la discrecionalidad del agente de la autoridad. El precepto autoriza un comportamiento policial determinado, no establece una garantía frente a la actuación policial en absoluto y al formular las garantías de la intervención en realidad muestra de forma clara sus costuras, porque se ha limitado a elevar a rango legal, la Instrucción 12/2007 de la Secretaría de Estado de Seguridad sobre los comportamientos exigidos a los miembros de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado para garantizar los derechos de las personas detenidas o bajo custodia policial.

El precepto es insuficiente, y no se puede salvar interpretando que excluye los cacheos integrales que son los más invasivos, porque nada dice la norma al respecto. Como se decía en el voto particular a la STC 17/2013, de 31 de enero, en relación con los registros en los centros de internamiento de extranjeros «la falta de calidad de ley es tan abrumadora en este caso que hubiera debido determinar una declaración de inconstitucionalidad del precepto por vulneración del art. 18.1 CE. La garantía de la previsión legal es solo uno de los condicionantes de la constitucionalidad de la limitación de este derecho fundamental. Sin embargo, esta garantía no queda limitada al hecho de que una ley habilite la medida, sino que es preciso, conforme a exigencias mínimas de calidad de la ley y de respeto al contenido esencial del derecho –como mandato dirigido al legislador de los derechos fundamentales– (art. 53.1 CE), que en esa regulación el legislador predetermine, como primer obligado a realizar la ponderación de derechos o intereses en pugna, los supuestos, las condiciones y las garantías en que procede la adopción de medidas restrictivas de derechos fundamentales».

En este caso la predeterminación normativa formulada es insuficiente. Y, por tanto, la letra b) del art. 20.2 LOPSC vulnera el derecho a la intimidad corporal del artículo 18.1 CE, por lo que debió ser declarado inconstitucional y nulo.

3. La devolución en frontera criminaliza al migrante irregular y la sentencia le impide, de facto, defender ninguno de los derechos humanos de que es titular (disposición final primera de la Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana).

Como sucede en relación con el examen del régimen sancionador de la ley, al que ya me he referido, la interpretación de su disposición final primera, que legaliza una práctica habitual en las fronteras terrestres de España con Marruecos –de Europa con África– a la que conocemos como «devoluciones en caliente», ignora el contexto en que se aprobó el precepto impugnado.

El análisis de ese contexto –bien conocido– conduce a la conclusión de que la finalidad de la disposición final primera de la Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana no fue establecer un procedimiento diferente de los ya previstos legalmente en la normativa de extranjería para la devolución de las personas interceptadas en las vallas de Ceuta y Melilla, sino prescindir de todo tipo de procedimiento, dando cobertura legal a una actuación de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, consistente en que las personas interceptadas en el vallado son entregadas sin ningún tipo de procedimiento a agentes de la autoridad de Marruecos. Esta conclusión se ve reforzada con la ausencia en la literalidad del precepto de cualquier referencia a la necesidad de desarrollo de un procedimiento; la evidencia de que, a pesar del tiempo transcurrido, no se ha establecido ningún desarrollo reglamentario regulador de procedimiento alguno; y el hecho de que, en la práctica administrativa de la ejecución de los rechazos en frontera, no se haya procedido a actuar con sometimiento a ningún tipo de procedimiento.

Esa lectura del precepto es la que realizan los recurrentes, al considerar que se trata de una regulación que establece una vía de hecho en la actuación administrativa contraria a la Constitución. Por tanto, la constitucionalidad controvertida por los diputados recurrentes si bien se dirige formalmente, como no puede ser de otra manera, contra un precepto legal, denunciando la vulneración de los arts. 9.3, 24.1 y 106 CE (y derivadamente invocando los arts. 13.4 y 15 CE), lo hace con el telón de fondo de una concreta práctica administrativa, que es la que, en última instancia, los recurrentes consideran contraria al régimen constitucional español.

La opinión mayoritaria ha concluido que este precepto es constitucional condicionado a que se interprete de conformidad con una serie de consideraciones que se hacen en el fundamento jurídico 8 C), concretado en los siguientes puntos: (i) aplicación a las entradas individualizadas; (ii) pleno control judicial y (iii) cumplimiento de las obligaciones internacionales; llevándolo así al fallo.

En el contexto ya señalado de la finalidad perseguida por el precepto impugnado, este fallo implica dos cosas. Por un lado declara constitucional el establecimiento de una regulación legal singularizada de la devolución de las personas interceptadas en las vallas de Ceuta y Melilla, siempre que se cumplan las condiciones señaladas, ya que no se declara la inconstitucionalidad y nulidad del precepto sino que se condiciona a una interpretación conforme. Por otro, desautoriza el rechazo en frontera si se desarrolla, como se viene aplicando hasta ahora, sin la posibilidad de control judicial y respeto a las obligaciones internacionales, entre las que destaca la individualización de la actuación para identificar situaciones de especial vulnerabilidad.

Estando de acuerdo con que el rechazo en frontera, para ser constitucionalmente válido, debe poder someterse a control judicial y debe ajustarse al cumplimiento de las obligaciones internacionales [como dicen los apartados b) y c) del apartado tercero del fallo], no puedo sino hacer notar lo paradójico de la sentencia en este punto. Porque la disposición impugnada, si algo hace imposible, es tanto el control judicial de las devoluciones, como la posibilidad de ajuste a los tratados internacionales sobre derechos humanos firmados y ratificados por España, que son parte de nuestro propio sistema de fuentes (art. 96.1 CE).

Hay presupuestos de la opinión mayoritaria en que se sustenta la declaración interpretativa de constitucionalidad que comparto:

(i) Al régimen del rechazo en frontera establecido en el precepto impugnado le son aplicables todas las garantías previstas en nuestro ordenamiento jurídico, tanto por ser una actuación realizada por autoridades y funcionarios públicos españoles, como por desarrollarse en territorio español, pues las vallas de las ciudades autónomas están ubicadas y construidas dentro de dicho territorio y no existe cobertura constitucional para operar con un concepto de frontera que pueda ser establecido de forma discrecional por la administración española, aunque lo sea a los meros efectos de determinar la aplicación de la legislación de extranjería, ya que ello vulnera el art. 9.3 CE.

(ii) El establecimiento de un régimen de control para los supuestos de acceso a territorio nacional mediante el traspaso de las vallas de Ceuta y Melilla no puede considerarse, desde la perspectiva constitucional, irrazonable o carente de justificación, en atención a su singularidad.

(iii) La actuación en que consiste el «rechazo en frontera» debe estar sometida al control judicial que proceda realizarse en virtud de las acciones y recursos que interponga, en cada caso concreto, la persona afectada; ha de llevarse a cabo dando cumplimiento de un modo real y efectivo a las garantías que a las personas afectadas reconocen las normas internacionales de derechos humanos; y los cuerpos y fuerzas de seguridad deben prestar especial atención en estas actuaciones a las categoría de personas especialmente vulnerables.

Por el contrario, no estoy de acuerdo con algunos de los presupuestos utilizados en el razonamiento de la opinión mayoritaria y con la omisión de otros, que considero eran relevantes en el enjuiciamiento de constitucionalidad desde la perspectiva de los arts. 9.3, 24.1 y 106.1 CE.

(i) La opinión mayoritaria alude en su razonamiento a que la STEDH de 13 de febrero de 2020, caso N.D. y N.T. c. España, en consideración a las circunstancias del caso concreto que resuelve, establece como condición para considerar que las devoluciones se ajustan a las exigencias del art. 4 del Protocolo núm. 4 CEDH –prohibición de las devoluciones colectivas– que el intento de acceso al territorio español sea prevaliéndose de su gran número y del uso de la fuerza. A pesar de ello, la sentencia sostiene que, con carácter general, no es necesario que se aprecien estas circunstancias para aplicar el precepto impugnado, sino que basta con que se sorprenda en las vallas fronterizas de Ceuta y Melilla cualquier intento de entrar en España por cualquier persona, individualmente considerada. De hecho, esta consideración es llevada al fallo cuando se concreta que una de las condiciones de la constitucionalidad de este precepto es: «a) Aplicación a las entradas individualizadas».

Resulta absolutamente contradictorio afirmar que el rechazo en frontera debe cumplir con la normativa internacional de los derechos humanos, entre la que se encuentra el art. 4 del Protocolo núm. 4 CEDH, y establecer al tiempo que no es necesario que se cumpla una de las condiciones impuestas por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos para validar un rechazo en frontera como sujeto a la prohibición de las devoluciones colectivas, que es la realización de un análisis razonable y objetivo del caso concreto de cada una de las personas a expulsar. Si el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, como máximo y auténtico interprete de las garantías del Convenio Europeo de Derechos Humanos y sus protocolos, ha dictaminado en la citada STEDH de 13 de febrero de 2020, que la devolución inmediata y forzosa de personas desde una frontera solo resulta asumible en el contexto del intento de un gran número de personas de cruzar dicha frontera de manera no autorizada y masiva, entonces, la posición de la opinión mayoritaria de ampliar la aplicabilidad de este precepto a supuestos no autorizados por la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que es lo que se hace en el apartado tercero, apartado a) del fallo –«aplicación a las entradas individualizadas»–, se contradice con lo establecido en el apartado tercero, apartado c) del fallo –«cumplimiento de las obligaciones internacionales»–.

(ii) La opinión mayoritaria también hace referencia a que el «rechazo en frontera» es una actuación material de carácter coactivo, que tiene por finalidad restablecer inmediatamente la legalidad transgredida por parte de las personas extranjeras que intentaron cruzar irregularmente esa concreta frontera terrestre.

Ahora bien, entiendo que esa categorización alcanzaría, en su caso, al acto de la interceptación de la persona que está intentando superar el vallado, pero, en ningún caso, al acto posterior de su entrega física a los agentes de la autoridad de Marruecos. Este segundo acto es constitutivo de una devolución en sentido jurídico. El uso del término rechazo en el precepto impugnado no permite eludir el hecho de que la persona interceptada ya está en territorio español y bajo custodia de funcionarios españoles. Por tanto, el precepto impugnado, en atención a su propia literalidad, no establece una regulación consistente en impedir el acceso a territorio nacional –la persona interceptada está ya en territorio nacional– sino en impedir que se mantenga en territorio nacional mediante su repatriación al lugar de procedencia. De ahí que esta regulación y las actuaciones a las que pretende dar cobertura tengan que ser calificadas como una devolución en sentido jurídico que, por otra parte, es como también han sido definidas por la STEDH de 13 de febrero de 2020, § 191.

Un acto de estas características –la entrega física de una persona bajo jurisdicción española a otra jurisdicción–, con todas las trascendentales implicaciones que ello supone en cuanto a la titularidad de derechos, incluyendo los derechos fundamentales, de la persona afectada es de tal relevancia y magnitud jurídica que, desde la perspectiva constitucional, no cabe admitir que se considere una mera actuación material que no precise de algún tipo de procedimiento en que se dé cumplimiento a unas mínimas garantías.

La singularidad de la ubicación de Ceuta y Melilla podría ser un elemento justificativo, desde la perspectiva constitucional, para establecer un procedimiento de devolución especial en la legislación de extranjería. Ahora bien, no existe justificación constitucional alguna, desde la perspectiva de los arts. 9.3, 24.1 y 106.1 CE, para que la «restauración de la legalidad migratoria transgredida» se haga prescindiendo completamente de un mínimo procedimiento y del respeto de garantías esenciales. La grandeza del sistema de libertades y de derechos humanos, elemento material necesario para la identificación de un régimen como democrático, consiste, entre otras cosas, en responder frente a una presunta irregularidad con el respeto a unas mínimas garantías procedimentales en la imposición de las consecuencias jurídicas que se deriven de esa conducta.

Por otra parte, no alcanzo a comprender de qué manera es posible conjugar la idea de que el rechazo en frontera debe categorizarse como una mera actuación material coactiva que, constitucionalmente, no requiere de un procedimiento ni del respeto a unas mínimas garantías, con (i) la tajante afirmación de que el «rechazo en frontera», en cuanto actuación realizada por funcionarios públicos españoles, está sometido al estricto cumplimiento de la Constitución y del resto del ordenamiento jurídico, además de tener que respetar la normativa internacional de derechos humanos y de protección internacional; y (ii) las condiciones de constitucionalidad del precepto impuestas en el fallo de que deba posibilitarse tanto su control judicial como el respeto a las obligaciones internacionales en cuanto a la individualización e identificación de eventuales situaciones de especial vulnerabilidad.

En ausencia de un mínimo procedimiento y de la posibilidad de singularización de cada acto de rechazo en frontera no es posible hacer real y efectivo el derecho fundamental a la tutela judicial efectiva (art. 24.1 CE), mediante un posterior control judicial de esa concreta actuación. Tampoco es posible garantizar ni los principios de responsabilidad e interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos (art. 9.3 CE) ni el control judicial de la legalidad de la actuación administrativa, así como de su sometimiento a los fines que la justifican (art. 106.1 CE). Por tanto, habría que haber declarado la íntegra inconstitucionalidad y nulidad del precepto.

Del mismo modo, sin ese mínimo procedimiento, es imposible hacer reales y efectivas las garantías constitucionales esenciales, propias de todo procedimiento de restauración de la legalidad migratoria mediante la devolución, establecidas en la jurisprudencia constitucional, que se han concretado, con carácter general, en la publicidad de las normas, contradicción, audiencia del interesado y motivación de las resoluciones; y, en conexión con el art. 22 LOEx, en los derechos de asistencia jurídica gratuita y la asistencia de intérprete en todos los procedimientos administrativos que puedan llevar a su devolución, tendentes a garantiza el derecho de defensa (STC 17/2013, de 31 de enero, FJ 12).

(iii) Considero, además, que la disposición final primera de la Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana, resulta inconstitucional por su oposición a los arts. 13.4 y 15 CE en relación con el derecho a la protección internacional y el principio de no devolución.

La sentencia, amparándose en el contenido de los apartados segundo y tercero del precepto impugnado, considera que no se excepciona ni la aplicación de la normativa internacional de derechos humanos, ni el régimen legal de protección internacional, a pesar de lo cual, en el fallo condicionan la constitucionalidad del precepto a que el rechazo en frontera se desarrolle con respeto a esas obligaciones internacionales. El problema del proceso argumental desarrollado por la opinión mayoritaria sobre este particular es, de nuevo, hacer compatible la interpretación de apartado primero del precepto impugnado, conforme al cual se considera el rechazo en frontera como una mera actuación material coactiva que por su propia naturaleza quedaría excluida de cualquier tipo de procedimiento administrativo, con las exigencias impuestas en los otros dos apartados de la necesidad de respetar la normativa internacional de derechos humanos y el derecho a la protección internacional.

La afirmación de que de las obligaciones internacionales en materia de derechos humanos se desprende que, al ejecutar un «rechazo en frontera», los cuerpos y fuerzas de seguridad deberán prestar especial atención a las categorías de personas especialmente vulnerables, resulta claramente insuficiente desde el momento en que no se explica de qué modo puede hacerse efectivo el cumplimiento de esas obligaciones en ausencia de un procedimiento desarrollado con unas mínimas garantías esenciales. Si algo garantiza la existencia de un procedimiento es, precisamente, la identificación singularizada de las situaciones que rodean a las personas, y que pueden hacer de ellas sujetos particularmente vulnerables por ser menores de edad, demandantes de asilo o protección internacional, víctimas de trata, o personas enfermas. La opinión mayoritaria ejemplifica esa necesaria atención con la descripción de situaciones de especial vulnerabilidad apreciables externamente –personas que aparenten manifiestamente ser menores de edad o afectadas por serios motivos de incapacidad, y mujeres embarazadas–. Pero resulta evidente que esta apreciación denota ignorancia de las situaciones que se viven en la frontera sur. La edad de las personas nunca es evidente cuando se encuentra en lo alto de la valla –como constata el dictamen del Comité de los Derechos del Niño de 12 de febrero de 2019 (CRC/C/80/DR/4/2016)–, y mucho menos evidente es que vayan a intentar un salto mujeres en evidente estado de gestación, o personas con discapacidad aparente y «seria». Las salvaguardas previstas en la sentencia se apartan tanto de la realidad de las cosas que la salvaguarda deja de serlo.

Más allá de ello, hay que recordar que se dan situaciones de especial vulnerabilidad que no tienen por qué ser fácilmente aprehensibles, y para cuya identificación sería preciso el desarrollo de un procedimiento con las garantías suficientes que atienda a esas necesidades de identificación. La Constitución no habilita a estimar de menor consideración, a los efectos de lo que ahora se discute, a una víctima de trata de seres humanos o de otras formas de violencia de género, a un potencial solicitante de protección internacional o a una persona menor de edad que no tenga la apariencia de tal, que a una mujer embarazada, a una persona con claros signos de padecer serios motivos de incapacidad o a un menor de edad cuya apariencia física no permitirá dudar de su minoría. La apelación que hace el Derecho internacional de los derechos humanos, como también la Constitución española, a las necesidades de protección de las personas especialmente vulnerables, nada tiene que ver con lo evidente a primera vista de la situación. La ausencia de apariencia o evidencia de esa situación de especial vulnerabilidad no priva a la persona de la protección constitucional que le debe ser dispensada. Sin embargo, el rechazo en frontera, considerado como mera actuación material coactiva no sometida a procedimiento, impide no solo la exigible actitud proactiva de la administración pública en la identificación de esas situaciones, sino, lo que es más grave, imposibilita siquiera la alegación de la persona afectada de su condición de vulnerabilidad.

Además, el cumplimiento de las obligaciones internacionales como condición impuesta por la opinión mayoritaria para la constitucionalidad de la regulación de rechazo en frontera deviene ya imposible, al menos, en lo que se refiere a los menores de edad. El dictamen del Comité de los Derechos del Niño de 12 de febrero de 2019 (CRC/C/80/DR/4/2016) ya ha establecido que la práctica de este tipo de devoluciones sumarias practicadas por los funcionarios públicos españoles supone el incumplimiento de las obligaciones internacionales contempladas en los artículos 20.1 –protección debida por el Estado a toda persona menor privada de su medio familiar– y 37 –no sometimiento a las personas menores a torturas ni a otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes– de la Convención de Derechos del Niño, en la medida en que no permite someter a la persona menor a un proceso de identificación y evaluación de su situación personal y de la existencia de un riesgo de persecución y/o daño irreparable previa a su entrega a las autoridades de Marruecos y no se le da la oportunidad de presentar objeciones a esa devolución (apartados 14.7 y 14.8).

Tampoco puede obviarse, en lo relativo a la imposibilidad real y efectiva del cumplimiento de la condición de constitucionalidad impuesta de respeto de las obligaciones internacionales, la incidencia del rechazo en frontera sobre la identificación de necesidades de protección internacional. La STJUE de 25 de junio de 2020, asunto C-36/20, recuerda la circunstancia de que el artículo 6.1 de la Directiva 2013/32/UE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 26 de junio de 2013, sobre procedimientos comunes para la concesión o la retirada de la protección internacional, establece la posibilidad de que la solicitud de protección internacional se formule no solo ante la autoridad competente para su registro sino también ante otras autoridades que, pese a ser probable que reciban tales solicitudes, no sean competentes para registrarlas, citando expresamente a la policía, guardias de fronteras, autoridades de inmigración y personal de los centros de internamiento, imponiendo la obligación a los Estados de que estas autoridades dispongan de la información pertinente y su personal reciba la formación necesaria acorde a sus funciones y responsabilidades, así como instrucciones, para informar a los solicitantes sobre dónde y cómo pueden presentarse las solicitudes de protección internacional. En este contexto de la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, tampoco acabo de apreciar la viabilidad de un pronunciamiento interpretativo como el sustentado por la opinión mayoritaria ante la invocación del art. 13.4 CE. Si de acuerdo con la normativa y jurisprudencia comunitaria, un agente de fronteras, como los llamados a aplicar el rechazo en frontera, tienen la condición legal de «otras autoridades» para recibir solicitudes de protección internacional, la ausencia de un mínimo procedimiento con respeto a garantías esencial imposibilita también el cumplimiento de esa obligación internacional que se impone como condición de constitucionalidad del precepto impugnado.

En consecuencia, considero que la disposición final primera por la que se introduce la disposición adicional décima en la Ley Orgánica 4/2000, de 11 de enero, sobre derechos y libertades de los extranjeros en España, y su integración social debería haber sido declarada inconstitucional y nula, al no posibilitar de una manera real y efectiva el cumplimiento de las condiciones de constitucionalidad establecidas en el fundamento jurídico 8 C) y en el apartado tercero del fallo.

En síntesis, la sentencia aprobada y, en particular, su fallo, son, a mi juicio, inconciliables con la idea misma de la interpretación restrictiva de los límites al ejercicio de los derechos fundamentales. Y son, además, contradictorios con la única razón de ser que entiendo legítima para una ley de protección de la seguridad ciudadana: asegurar que la garantía de la tranquilidad social y la convivencia pacífica no se materialice en detrimento del ejercicio de los derechos que están llamados a alterar esa tranquilidad, para asegurar el pluralismo político y defensa de los derechos de quienes presentan mayores dificultades para vivir tranquilos y en paz.

Y, en este sentido, emito mi voto particular.

Madrid, a diecinueve de noviembre de dos mil veinte.–María Luisa Balaguer Callejón.–Firmado y rubricado.

ANÁLISIS

  • Rango: Sentencia
  • Fecha de disposición: 19/11/2020
  • Fecha de publicación: 22/12/2020
Referencias anteriores
  • DICTADA en el Recurso 2896/2015 (Ref. BOE-A-2015-6641).
  • DECLARA:
    • la inconstitucionalidad y nulidad del inciso señalado del art. 36.23; la constitucionalidad de los arts. 36.23, 37.3 y 37.7 y la disposición final 1, interpretados según los fj indicados, de la Ley Orgánica 4/2015, de 30 de marzo (Ref. BOE-A-2015-3442).
    • la constitucionalidad de la disposición adicional 10 interpretada conforme al fj 8C de la Ley Orgánica 4/2000, de 11 de enero (Ref. BOE-A-2000-544).
Materias
  • Derechos de los ciudadanos
  • Desahucios
  • Extranjeros
  • Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado
  • Infracciones
  • Inmigración
  • Manifestaciones
  • Procedimiento sancionador
  • Protección de datos personales
  • Recursos de inconstitucionalidad
  • Seguridad ciudadana

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